Un busto de Hitler en el antiguo colegio alemán
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El 8 de mayo de 1945 la Segunda Guerra Mundial entró en su recta final con la rendición de Alemania. Ese mismo día, un grupo de jóvenes de Deusto entró en el colegio alemán y se hizo con una escultura de bronce de Hitler, colocada en un pedestal de piedra. Luego la vendieron en la fundición de Gárate, ubicada entonces en lo que ahora es la calle Francesc Maciá. «Con el dinero que les dieron se comieron unas estupendas tortillas de patata en el bar de Gallastegi y se sintieron muy dichosos al colaborar en el restablecimiento de la paz mundial».
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Ignacio Villota, sacerdote e historiador, recoge esta anécdota en su nuevo libro, ‘Rescoldos de la vida’, en la que recupera datos, personajes y episodios de Deusto, en lo que supone un documento valioso para las nuevas generaciones. Profesor durante 30 años en la Escuela de Magisterio de Derio y director del Museo Diocesano de Bilbao un lustro, Villota también ha ejercido su ministerio en la parroquia deustoarra de San Pedro. Lo sabe todo de este barrio, gracias a su memoria prodigiosa y a su interés por recoger testimonios de los vecinos durante muchos años.
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Del antiguo colegio alemán, ubicado donde ahora se levanta el templo mormón, recuerda a los alumnos que corrían a las 8.30 de la mañana en camiseta en pleno invierno y sus veladas de boxeo, pues contaba con un Gymnasium y un Kindergarten. Allí se formó Federiko Krutwig, académico de la Lengua Vasca y autor de ‘Vasconia’, que tanta influencia tuvo en el nacionalismo radical y en el origen de ETA. Tiempos oscuros. Como los que vivió José Luis Iriondo, nacionalista perseguido en la Guerra Civil que se refugió en la casa del falangista José Antonio Girón, años más tarde ministro de Trabajo con Franco. Llegarían a ser amigos del alma. Su cuñado era Gonzalo Nárdiz Bengoetxea, exconsejero de Agricultura en el primer Gobierno vasco. El padre de Iriondo fue médico en Deusto y él siguió la misma senda ejerciendo en La Ribera con las famosas ‘igualas’. Se convirtió en médico del Bilbao Athletic.
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El historiador deustoarra no hace política; retrata y describe con precisión de relojero aquella época a partir de la saga familiar, en la que se cruzan apellidos como Villota, Braceras, Guisasola, San Martín, Molinuevo, Elejalde y Orbea. Ofrece datos muy interesantes sobre aquellos emprendedores que crearon la fábrica de revólveres y pistolas y reconvirtieron luego en factoría de bicicletas. Arqueología industrial. Y de amigos, como Josemari Echenagusia, que decoraba gratis las porcelanas que se vendían en la colegiata de Cenarruza y en el santuario de Urkiola, y diseñaba las etiquetas del vino y el queso de los monjes de La Oliva. Villota le describe como un empleado muy considerado en el antiguo Banco Vizcaya. «A partir de un atentado de ETA en la oficina principal, fue el encargado de organizar la seguridad de todas las agencias de España».
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Habla de Ameli, la sacristana, que trabajó en la fábrica de Brasso, donde se hacían las bolas de añil para blanquear la ropa en la colada, y donde se rellenaban las cajas de hojalata de betún Nugget. Aprovecha para referirse a la galletería de Artiach, en La Ribera, o La Hojalata, en Botica Vieja, o la Tornillería, en Particular de Luzarra, que debe su nombre a una torre medieval que estubo situada pot la zona de La Comercial. Y recuerda la tienda de Matxalen, donde los niños se aprovisionaban de polvorones, caramelos, cromos y tebeos después de jugar con iturris y canicas o hacer carreras en goitiberas. La tendera fiaba y anotaba las deudas en una libreta. También evoca las penurias de aquellos tiempos de estraperlo en los que había que ingeniárselas para coseguir pan. El libro tiene un notable aspecto documental.
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Curiosa es la historia de Felipe Fuegas que tras hacerse cocinero en la ‘mili’ abrió un restaurante en Torremolinos, «donde preparaba al torero Luis Miguel Dominguín unos bacalos a la vizcaína y al pilpil que se hicieron famosos en la costa malagueña». Fuegas regresó a Duesto y abrió en la Avenida de Madariaga el bar Sol Mar, frecuentado por Adolfo Suárez, en sus tiempos de director general de Radiodifusión y Televisión, cuando llegaba a visitar a su hermano Hipólito, cirujano en la clínica del doctor San Sebastián.
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La inmigración no podía faltar en este libro. Villota habla de ‘maketos’ y ‘coreanos’, miles de familias que coincidiendo con la guerra de Corea llegaron a Bilbao y se instalaron en chabolas en los montes cirdundantes de Bilbao. También en Deusto, en el barrio de Bérriz, que fue agrícola y ganadero. El historiador recuerda la estampa de aquellos «chavalitos de las chabolas, medio desnudos, que se disputaban el grifo del agua de la fuente pública que había en las escaleras de la estación del ferrocarril a Las Arenas, al lado de Nicasia y ‘La Morena’, que limpiaban allí las sardinas y las anchoas que luego vendían en Deusto». También evoca los bloques de viviendas de Torremadariaga y la visita de Franco para inaugurar las primeras viviendas de la barriada en 1944.
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Otro hueco es para los hermanos de La Salle, muy queridos desde que aceptaron la invitación de Gabriel María de Ybarra para dirigir un colegio en una casa de su propiedad, Nuestra Señora del Rosario, que luego se unió con Santiago Apóstol. Villota recuerda con cariño a uno de los profesores, Luis de Haya, pese a la dura disciplina de las aulas «con horarios de Altos Hornos de Bizkaia». El religioso tuvo un hermano, Carlos del Haya González de Ubieta, piloto en el bando sublevado que murió en combate en el frente de Teruel. El militar deustoarra fue importante para la aviación española: inventó un integral giroscópico, que permitía el vuelo nocturno, además de un corrector de derivas (derivómetro) y una regla de cálculo (variómetro), para facilitar los vuelos en condiciones adversas. Su nombre ha sido retirado de numerosos callejeros en aplicación de la Ley de Memoria Histórica.
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La ría y el puente de Deusto son dos elementos inseparables en los recuerdos más antiguos de Ignacio Villota. «Una pequeña aventura era pasar la parte móvil, cuando sonaba el timbre y se iluminaba el semáforo verde de las barreras. En pleamar era normal que el puente se abriera para dar paso a un barco y, en cinco minutos, se abfriera otra vez para que entrara otro. Desde las barandillas de piedra veíamos los barcos a nuestros pies. Para unos críos era un espectáculo impesionante. De esta forma fuimos conociendo muchos de los barcos y remocaldores. Unos que me encantaban eran los de la naviera Pinillos, el ‘Poeta Arolas’ y el ‘Explorador Iradier’, que traían los plátanos de Canarias».
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El historiador siente una profunda nostalgia de la vida que tenía la ría con aquel paisaje abigarrado de muelles y su mezcla de sonidos trepidantes. «Había que tener más precisión acústica para oir bien los piropos que los trabajadores de los astilleros lanzaban a Caroli, una chica muy guapa que cruzaba la ría en bote. De ahí el nombre que pusieron a la grúa, que hoy permanece en la parte externa del Museo Marítimo». No es una leyenda: Caroli falleció hace más de veinte años y el funeral lo presidió Villota en la parroquia de San Pedro. Es una de las ilustraciones que ofrece la acuarelista Eñena Ciordia.
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El Athletic tampoco podía faltar en este libro, una pasión inyectada en las venas del autor. Elena Ciordia lo presenta en una acuarela con sotana y gorra rojiblanca corriendo … por las calles de Salamanca. Era 1962 y Villota era un joven seminarista, además de un gran ebanista y tapicero. En aquella ocasión se había ensimismado con una pieza en el taller y con las prisas por llegar al colegio mayor se le olvidó quitarse la gorra que utilizaba para protegerse el pelo. Hasta hace poco ha tenido un pequeño taller en el desván de su domicilio, donde ha realizado caricaturas en madera recortada y pintada de jugadores del Athletic tomando como modelo las que creaba ‘Amenofis’ para la sección de deportes de EL CORREO.
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