De los 26 años que lleva delante de las cámaras, Carme Chaparro (Barcelona, 1973) ha pasado la mayoría de ellos al frente de las principales ediciones informativas del grupo Mediaset.
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En 2017 obtuvo además el Premio Primavera de novela con No soy un monstruo, la primera entrega de la trilogía protagonizada por la inspectora Ana Arén. Lo que no esperaba la periodista era que, durante la fiesta de entrega, un compañero escritor le dijera que si quería que la tomaran en serio como novelista no se podía arreglar tanto.
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“Estaba con una copa de vino blanco en la mano y pensé que podía pegarle un corte y mandarlo a tomar por saco, o bien sonreír y pasar de él. Al final no le dije nada, porque toda la gente que estaba en la fiesta conmigo merecía pasar una velada tranquila y disfrutar. Mi madre y mis hermanos estaban ahí y se hubieran preocupado. Aunque, bueno, luego lo he contado. Además, te confesaré que desde entonces me pinto de rojo los labios todos los días. ¡Hala!”, dice Carme Chaparro mientras se ríe.
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No dejará de hacerlo durante el tiempo que dura la entrevista que ha concedido a nuestra revista para hablar sobre su última novela negra, Delito (Espasa), la inseguridad personal y su compromiso con la libertad y la igualdad.
En Delito hay médicos ególatras, piratas informáticos y exconvictos. Veo que le fascina la gente chunga.
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[Ríe] Creo que todos tenemos nuestro punto chungo pero, al final, todos los personajes son muy poliédricos y el que parece tan malo luego no lo es. Cuando alguien nos pone delante de determinadas circunstancias límite, no somos capaces de prever lo que vamos a hacer. Mis personajes son gente normal en la que yo busco todos los recovecos y que se enfrenta a circunstancias muy complicadas.
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La culpa es uno de los temas transversales de la novela. ¿Es usted muy estricta consigo misma cuando comete un error?
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Un montón. Soy mi peor fustigadora, aunque con los años he aprendido a dejar el látigo, a no darme tan fuerte y a no hacerme sangrar tanto. Es un trabajo complicado, pero hay que aprender que no puedes controlarlo todo ni dar siempre el 120% en lo que haces, porque te juegas tu propia salud. Con la edad vas viendo que lo realmente importante en la vida y lo único que no puedes recuperar es el tiempo. Hay que saber decir no sin sentirse culpable por ello.
Usted se ha negado a ser jefa en alguna ocasión. ¿Fue por falta de ambición o por miedo a defraudar a los suyos?
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Creo que fue una mezcla de todo. Soy muy buena contadora de historias y eso es lo que he hecho durante toda mi vida. Delante de las cámaras he contado historias que tienen que ver con la realidad, pero que también hay que saber contar, y detrás de las cámaras, he escrito historias de ficción que a su vez tienen mucho que ver con la realidad. Me gusta formar parte de los equipos y tengo la suerte de compartir trabajo con gente maravillosa, pero ser jefa implica tomar decisiones muy complicadas, despedir a gente y reñir. Y yo soy muy mala riñendo [risas].
En una de las líneas de la novela comenta que “hay conos de tráfico más inteligentes que algunos tertulianos”.
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Creo que uno de los peligros de los medios de comunicación, pero también de las redes sociales (y esto no es algo exclusivo de España), está en la sobreabundancia de opinólogos sin una base científica, en el caso de temas científicos, o teórica, en el caso de temas más especializados. Estamos sustituyendo a expertos y a personas que se informan para contar las cosas por trincheras ideológicas. Cuando haces pasar por información una trinchera ideológica es cuando tenemos un problema importante.
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De ahí la creciente desconfianza en los medios de comunicación.
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Es algo que me duele muchísimo. Creo que tenemos que hacer todos una reflexión. La objetividad es imposible que exista, pero sí tiene que existir la ética. Mi ética pasa por no cruzar determinadas líneas como los derechos humanos (el derecho a la igualdad de oportunidades, a la libertad sexual, a la defensa de la infancia…). Esas líneas no se pueden cruzar nunca, pero lo estamos haciendo. Hay cosas que desde hace décadas no nos habíamos planteado, como el hecho de llamar delincuentes a las personas migrantes que se lanzan al mar. Nadie se lanza al mar desde una lancha si la muerte no le acecha más atrás que delante en esos mares que quiere cruzar y que muchas veces son tumbas. La defensa de los seres humanos es esa línea roja que te digo. A partir de ahí, hago información. Pero hago información de la forma más honesta posible.
Mencionaba las redes sociales, donde es bastante activa y cuenta además con unos cuantos haters. ¿Vale la pena entrar al trapo?
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Cuesta mucho no hacerlo, es muy difícil. Imagina que te estás tomando un café en un bar y de pronto viene alguien a gritarte y decirte cosas que tú sabes que no son ciertas. Es difícil bajar la cabeza y no hacer caso a determinadas cosas.
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¿Le ha pasado algo así?
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No, no. Tengo la inmensa suerte de que la gente es muy amable conmigo. Ese tipo de personas que te decía son muy pocas, pero hacen mucho ruido. Luego, los que te insultan en redes sociales te paran por la calle y se quieren hacer una foto contigo, así que aprendes a relativizar.
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La gente se envalentona cuando está detrás de una pantalla. Las pantallas deshumanizan mucho, y uno de los grandes problemas de la sociedad es que nos estamos deshumanizando. Cuando tú le hablas a alguien a través de una pantalla dejas de percibirlo como un ser humano que reacciona a tus mensajes y que puede sufrir o emocionarse con lo que le dices. He aprendido a no meterme en tantos jardines, pero hay veces que piensas que tienes que aprovechar tu voz y la resonancia que tiene para defender determinadas causas. Me sentiría mal si no lo hiciera.
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Dice que el ego es como un perro: no importa el tamaño, sino lo bien adiestrado que el propietario lo tenga. ¿Necesitó domesticar el suyo?
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Nunca he sido una persona ególatra, al contrario. Siempre me he creído muy chiquitina, muy poca cosa. He sufrido lo que con los años identifiqué con el síndrome de la impostora. Siempre fui la gordita, fea y rara de la clase. Para nada era popular en el instituto. Un día, con 16 o 17 años, tuve que entrar en quirófano después de destrozarme las rodillas.
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El anestesista me miró y me dijo que tenía unos ojos espectaculares. Me quedé pensando dónde estaría mirando ese señor, porque nunca me había parado a pensar que mis ojos podían ser bonitos. Nunca he tenido ego. Sí que he tenido amor propio a la hora de intentar hacer las cosas bien. Creo que el ego bien domesticado nos ayuda a ser mejores cada día. El ego descontrolado es el que se cree superior a los demás y empieza a dar problemas.
Y hoy, ¿le gusta lo que ve cuando se mira al espejo?
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Pues mira, estoy pasando una época complicada. Me cuesta decirlo en voz alta y, de hecho, creo que esta es la primera vez que lo verbalizo delante de alguien que no sea una amiga mía.
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Acabo de cumplir 50 años y me fascina la edad que tengo, pero el cuerpo te cambia y es impresionante cómo, en unos meses, las hormonas te mueven las cosas de sitio, coges peso… Te ves con una forma corporal en la que no te reconoces. Es complicado, porque yo con 40 me veía mejor que con 35, y con 45 me veía mejor que con 40, pero estos últimos meses, de repente, he dicho “ostras”.
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Lo he hablado con mis amigas y veo que todas las mujeres de mi edad transitamos por ese espacio de la premenopausia y los cambios hormonales. Creo que es necesario hablarlo, visibilizarlo y no avergonzarse. Aunque me da vergüenza decirlo, creo que, igual que me siento con la obligación moral de defender la igualdad, es bueno que también aproveche mi voz para visibilizar temas que nos suelen avergonzar a las mujeres.
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¿Por qué tengo que ser menos lista, menos útil y menos válida en mi trabajo al tener 50 y estar premenopáusica? Pues no, soy igual, o incluso mejor, porque no tengo el síndrome premenstrual y no me duele cada 28 días [ríe].
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Hablando de tabúes, su libro también aborda el tema de los delitos sexuales. ¿Qué le parece la polémica por la ley del solo sí es sí?
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No soy experta legal, pero sí he escuchado a mucha gente y he leído la ley. No soy capaz de saber qué está fallando ahí. Sí sé que los resultados no están siendo los esperados y que algunos delincuentes están saliendo a la calle. Lo que sí me preocupa mucho es cómo estamos educando sexualmente a nuestros hijos.
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El hecho de que no se pueda dar una educación sexual en la escuela está haciendo que la edad de inicio en el consumo de pornografía esté ya en los ocho años. Antes de hablarlo con un adulto y de experimentarlo, los chicos se están acostumbrando a un tipo de sexo que no es el de la vida real. El otro día me contaba mi médico de cabecera que muchos chicos están acudiendo a ella para pedirle Viagra porque no se excitan.
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Su umbral de excitación está altísimo, porque se han educado viendo vídeos de un tipo de pornografía que es muy denigrante con las mujeres que participan en ella y que hace que los hombres sientan que su pene no mide lo que debería, que no duran lo que tienen que durar o que no agarran del pelo a sus parejas con la fuerza con que deberían hacerlo.
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Eso hace que muchas chicas piensen que deben adoptar roles de sumisión y que manadas de niños quieran imitar lo que ven en el porno y cometan abusos.
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Cambiando un poco de tercio, ¿en qué invirtió los 100.000 euros del Premio Primavera?
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En pagar a Hacienda [risas]. Ojo, que a mí me gusta pagar muchos impuestos, porque eso quiere decir que gano mucho dinero. El dinero del premio que no se llevó Hacienda lo he ido ahorrando, y ahora mismo estoy de mudanza.
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Mi marido y yo hemos podido comprarnos un piso más grande. Empecé a trabajar con 14 años, cortando hilos de camisas en un taller de costura las tardes que no tenía que ir al instituto. Mi madre se quedó huérfana de padre con 12 años y tuvo que irse de Extremadura a Barcelona para ponerse a trabajar. Mi padre ha pasado mucha hambre.
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El otro día mi hija estaba estudiando la guerra civil española y él le contó que había comido flores por la calle del hambre que pasó. Mis padres han pasado muchas penurias, y yo he sido muy hormiguita por esa educación que recibí de “ahorra, por lo que pueda pasar”.
Y quizá, como muchas otras madres, pensando en la herencia que pueda dejar a sus dos hijas.
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Sí. Cuando tienes un hijo ya sabes que nunca vas a dejar de sufrir. Vas pensando en poder dejarle algo a las niñas, aunque sea la casa pagada. Tengo la suerte de estar entre ese tanto por ciento de la población que puede vivir sin excesivas preocupaciones para llegar a fin de mes. Aun así, creo que todos los padres tenemos esa ansiedad por dejarles a los hijos un futuro bastante encarrilado.
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¿Cómo lleva su marido [el reportero gráfico Bernabé Domínguez] lo de ser la pareja de una periodista estrella?
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Mi marido es maravilloso. Tengo muy buen gusto y la fantástica suerte de tener una pareja que me entiende, me quiere y me apoya. Evidentemente, tenemos nuestras diferencias de criterios y épocas mejores y peores. Lo conocí en la época del funeral de Lady Di, así que imagínate la de años que llevamos juntos. No estaría aquí ahora mismo, no tendría esta estabilidad emocional ni tampoco habría aprendido a quererme a mí misma y a no tener ansiedad constante si no fuera por él. Él está encantado. No le gusta nada ir a las fiestas ni posa en los photocalls conmigo. Nunca quiere ser protagonista, y eso es algo que yo respeto.
¿Tampoco comparte su afición por la astrofísica?
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No, no [risas]. Tiré por esto porque me fascinaba la lectura, y porque tuve la suerte de tener maravillosos profesores de Lengua, pero si hubiera tenido grandes profesores de Física, igual ahora sería la primera mujer en pisar la Luna. Me encanta la astrofísica, el preguntarme por el universo… Una de las cosas que me va a jorobar de morirme es no llegar a tiempo para ver cómo la humanidad responde a las grandes preguntas del universo o para conocer a seres vivos de otro planeta, porque claro que hay más vida inteligente en el universo. ¡No saber qué hay ahí fuera me da una rabia que me muero!
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