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XI Concurso Internacional de Relato Bruma Negra

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Ayuntamiento de la Villa de Plentzia

Organiza: Revista Calibre 38

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El jurado del XI Concurso Internacional de Relato Bruma Negra (modalidad castellano) convocado por el Ayuntamiento de la Villa de Plentzia, compuesto por:

  • Laura Balagué
  • Juan Mari Barasorda
  • Jokin Ibáñez
  • Noemí Pastor y
  • Ricardo Bosque

Este último en condición de presidente del mismo, ha decidido otorgar el primer premio a Paco Moreno Trinidad por su relato “Vertedero”, presentado con el seudónimo Maturin.

Los otros cinco autores y relatos finalistas han sido:

  • “Un billete al Paraíso”, de David Rubio Sánchez
  • “Por culpa del jazz”, de Rosalía Guerrero Jordán
  • “He matado a Ismael”, de Daniel González González
  • “Cruce de caminos”, de Ignacio Condés Obón
  • “La muerte de mamá”, de Isaac Belmar García.

En Plentzia, Bizkaia, a 10 de junio de 2023

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Índice

  • Vertedero, Paco Moreno Trinidad  4
  • Un billete al paraíso, David Rubio Sánchez 18
  • Por culpa del jazz, Rosalía Guerrero Jordán 34
  • He matado a Ismael, Daniel González González 44
  • Cruce de caminos, Ignacio Condés Obón 57
  • La muerte de mamá, Isaac Belmar García 72

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“Vertedero”

Paco Moreno Trinidad

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—¿Cómo coño quieren que la gente recicle? Se me estropea el microondas, ¿y pretenden que lo meta en el maletero y lo transporte al Punto Limpio, a seis kilómetros de la ciudad? Quién cojones piensa estas cosas.

La inspectora Gavira escucha en silencio al oficial. Soporta resignada, otra vez, la cháchara malsonante del subordinado. Piensa un día más: mira que es merluzo este muchacho. Resopla levemente y comenta:

—Las cosas que merecen la pena siempre requieren un poco de esfuerzo, Morales.

Y Morales menea la cabeza. Quizá iba a contraatacar, pero aprieta un poco más el volante y enfila el camino de entrada. Encima, con baches. El bamboleo mece sus cortos rizos negros y sacude la melena castaña de su acompañante. Para qué insistir… Si nunca gana las discusiones con ella.

Aunque es verdad que han ido a poner el Punto Limpio muy lejos. Lejísimos. Nadie se molestaría en desplazarse tanto para deshacerse de sus aparatos inservibles (o servibles y aburridos, comprados hace dos meses). Sólo el camión de la basura se arrastra cada madrugada hasta allí para aliviar la cosecha diaria en el vertedero contiguo. Es un lugar escondido y remoto, de acceso difícil. Hasta la inspectora puede verlo.

—Vaya. El forense aún no ha llegado —más que contrariada parece hastiada. Incapaz frente a las indolentes maneras de ese viejo dinosaurio—. Será una tarde muy larga.

El sol tacaño de febrero sigue colgado ahí arriba, pero a ratos nadie lo diría. A la luz indecisa, las montañas de chatarra, de altura desigual, semejan una cordillera de novela gótica. En Transilvania o en cualquier otra región sin verano. Algún ingeniero de poca imaginación ha decidido imprimir un orden cartesiano al conjunto: que a la derecha se amontonen los electrodomésticos blancos, que a la izquierda los muebles y demás enseres de material supuestamente noble (ay, amigos suecos, qué de criaturitas vuestras acaban justo ahí). Y en medio, bajo un escuadrón de moscas, la sección de ropa y calzado.

Una pestilencia que haría arrugar la nariz al más bailón ambienta este idílico enclave. Y un tacto a sebo, a aceite mugriento, como de freiduría de barrio.

Un poco más allá, en lo que parece una piscina del Imserso, reposan pilas, lámparas, baterías de automóviles con demasiados trayectos. A su lado, en el suelo, una radiografía de alguien que murió o sobrevivió, lo mismo da. Apuesto a que el operario de reciclaje la observó al trasluz, con aire profesional, antes de arrojarla a la cuba. Y no acertó. ¡Paquete!

Delante de la morralla, a unos pasos de donde acaban de estacionar, ven un peluche manco. Debió de caerse del camión antes de concluir su travesía al más allá. Hay que ser canalla para tirar un peluche a la basura. Aunque le falte una mano. Seguro que no fue culpa suya, sino de un niño demasiado entusiasta. Un psicokiller en potencia de esos que sacan en la tele cantando copla o haciendo trucos de magia mientras escupen chistes. Eso no se hace. Lo del peluche. Ni lo otro tampoco.

—A mí me parece, inspectora, que lo que sea que tienen ahí los compañeros no nos va a gustar. Que nos va a estropear la cena, vamos.

—Yo sólo ceno una manzana.

—Pues la de hoy estará podrida. Como la de Cenicienta.

—Blancanieves.

—Sí. Ésa.

El corro de policías los espera a unos cincuenta metros, frente a una nave. Cuatro nacionales y dos de la Local. Ésos, como siempre a curiosear. Abren las piernas, hablan con monosílabos; se llevan la mano a la culata cada vez que los otros, los de verdad, terminan una frase. Me caen simpáticos. Me río con ellos. Han dejado cerca su reluciente coche patrulla, estrenado este mes. Año de elecciones, ¿eh? Vuestros colegas liberados han apretado las tuercas al alcalde. Si esto no se apaña, caña caña caña. Resulta enternecedor. Puedo imaginar a esos sindicalistas bonachones ensayando con sus retoños, los domingos por la mañana. Y si esto no se arregla, guerra guerra guerra.

—Daros todos por besados —saluda el oficial, y se recompone el uniforme—. Qué se cuece por aquí. Ya podíais haber soltado algo por la emisora, que estáis de un misterioso…

La inspectora, con su medio tacón y su falda de tubo, tarda unos segundos más en llegar pero lo aparta con gesto inequívoco. Cierra la boca, acaba de ordenarle con la mano. Y no la abras hasta que yo lo diga. ¿Estamos? Una cosa son las confianzas a solas, y otra es el trabajo.

Porque Gavira, según se acercaba, ha percibido la expresión seria de los seis hombres. Insólitamente seria. Hasta los munipas, por lo común insulsos, parecen cariacontecidos. En medio de aquel entorno de por sí miserable, ese grupo inspira auténtica lástima. Se diría que están de funeral, y que el difunto les toca de cerca.

—Señores, el jefe me envía a hacerme cargo. Lo tienen reunido en Madrid, no ha podido informarme. Y yo andaba de libranza… Pero me ha dejado claro que olvidara todo y viniera. Dice que es un asunto feo.

Uno de los nacionales, el más bajo, abre la boca. La mantiene así unos segundos y la cierra, sin emitir más que un hipido prácticamente inaudible. Este hombretón de cuello de toro y, a lo que parece, no muy lejos de la jubilación adelanta un brazo como para darse fuerzas. Tal vez sea una institución en la comisaría; uno de esos especímenes que, calvos y fofos, insisten en seguir patrullando. Renuncian a un escritorio porque no comulgan con ese modo de vida. Prefieren un poquito de acción, a ser posible con mesura; una sirena por aquí, una carrera por allá, en esta ciudad mediana donde apenas hay que lamentar sustos. Mientras le dure la salud, pateará las calles. Para eso entró en la academia. Cuando se da bien, hasta gasta el extintor de juguete que llevan en el coche. O amonesta sin levantar la voz a los jovencitos aficionados a tronchar árboles y machacar farolas. Sirve y protege. Para eso se hizo poli. Pero no para lo que acaban de descubrir en esa nave. No para eso.

—Está dentro, inspectora —arranca por fin—. Se lo han encontrado los trabajadores de la planta. Han parado la cinta enseguida y nos han llamado.

Una vez informa, da un paso atrás. Que no esperen más 8comentarios. Bastante le ha costado expresar en esas pocas palabras lo que le aprieta las entrañas como unos alicates. De ésta sí que se retira. En su apacible ciudad, por desgracia, también medran algunos indeseables. Por lo menos uno.

Su compañero, rubísimo, mucho más joven, mucho más alto, exhibe rictus de rabia contenida.

—Nadie ha tocado nada —precisa. Y los de la Local asienten, mano en culata.

Escena intacta. Era la mayor preocupación de Gavira. Y sabe por experiencia que poco aportan los preámbulos, así que se dispone a traspasar la puerta de la nave. Ella viene de la capital, se ha fogueado a conciencia en todo tipo de ambientes. Ha visto lo inimaginable, chavales. Ya vomitó una o dos veces, al principio de su carrera. Conoció a chulos, rateros, asesinos más o menos refinados. Endureció su piel como la de un lagarto. Sucumbió al cinismo, que es una forma poco agradecida de lucidez. Obedeció a veces; fue lista otras tantas. Ascendió, probablemente demasiado rápido. Y cayó, claro. Unos meses atrás rebasó el reglamento con quien lo merecía. Ese hijo de mil madres. Pagó las consecuencias y, en gran parte por aquello, y también por alguna cuenta que dejó a deber, ahora la tenemos aquí. Castigada: a la casilla de salida. En esta ciudad que a ella no le parece mediana, precisamente, pero es lo que hay de momento. Un par de años remando en galeras y, si no se le afloja otra vez el dedo del gatillo, retorno al cielo de Madrid. Ha cumplido los 40: pronto toca dar vuelta al jamón. Hincar el diente a lo magro.

Avanza decidida. Sin pendientes, la melena al viento nauseabundo de aquel agujero que mentes socarronas denominan Punto Limpio. Qué guasa y qué arte. Casi ha llegado a la puerta, cuando un brazo la retiene. Se gira como leona interrumpida en su arranque de ternura hacia las gacelas. Es el veterano quien la ha inmovilizado.

—¿Qué pasa? —pregunta ella, y suena como un rugido.

El nacional fofo y calvo inspira mansedumbre pero no la suelta.

—Inspectora… ¿es usted madre? Y ella desorbita los ojos, incómoda. Ya sea por la pregunta o por la respuesta.

Los demás han bajado la cabeza, y mentalmente desean que esa respuesta sea No. Todos menos el oficial acompañante, que espera interesado lo que pueda decir su habitualmente lacónica partenaire. Gavira se desprende de esa garra bienintencionada y echa a andar nuevamente hacia la puerta. La alcanza en tres segundos. Entra.

Cualquiera hubiera pensado que allí, con el tufo reconcentrado, resultaría imposible respirar. Error. Punto negativo, aspirantes. Del interior de la nave, en perpetua penumbra gracias a la chapa del techo, no emanan gases sulfurosos o efluvios fabadescos. El olor es normal, o casi. Soportable. Algunas calles de la capital lo ponen a uno en mayores aprietos.

Cuando sus pupilas verdes se acomodan a la semioscuridad, la inspectora observa qué tiene delante. Un gran montón de bolsas de desperdicios a un lado, muchas de ellas negras; una cinta mecánica que parte de ahí; y cuando llega al final de su recorrido, otro montón más modesto con las bolsas abiertas y la basura definitivamente desechada. O al revés: a lo mejor esa basura es la que aún puede dar alguna alegría, y la que ha quedado por el camino es la desechada. Vete tú a saber. El caso es que quienes trabajan junto a esa cinta, apoyados en taburetes como de chiringuito de playa, dejan pasar una parte de la porquería y apartan la otra, para mandarla a… a donde sea. Cómo los envidio. Bonito trabajo.

El precinto policial no da lugar a dudas. Justo ahí, donde la cinta mecánica está a punto de desembocar en el segundo montón, hay algo. Probablemente lo vieron segundos antes, y en lo que tardaron en apretar el botón rojo, siguió deslizándose hasta por fin detenerse.

Gavira repara entonces en que está sola. Ni su pizpireto oficial ha osado seguirla. O quizá sus compañeros, solidarios, le han ahorrado el mal trago. Si fueran médicos, o jueces, los acusaría de corporativistas. Se tapan entre ellos, etc. No es el caso. Insisto en lo de solidarios. 

La bolsa negra reposa en la cinta, parcialmente abierta. Es de mediano tamaño; una de esas bolsas que utilizamos todos los días (o cada dos, o cada más los de espíritu genuinamente aventurero) para desalojar de nuestras vidas lo que estimamos consumido, caducado, tedioso. Por ese orden, generalmente. Y, a escondidas, algunos regalos de la familia política.

Una vez, al comienzo de su servicio, Leonor Gavira descubrió un cadáver. Una anciana que vivía sola. Alguien se las ingenió para acceder a su pisito, arramblar con lo que de valor (poco) guardara, prenderle fuego a la salita y desaparecer. Confiada, Gavira entró en aquel cuchitril y se topó con el cuerpo. Una uva pasa, ya prensada para hacer moscatel. Fue esa una de las veces en que vomitó. Ni que decir tiene que al artista no lo trincaron, ni a nadie le importó. El secretario judicial cerró muy ufano la carpeta y se deslizó hasta el bar de la esquina. Se entiende, ya era jueves.

Ha llovido mucho desde entonces. Han caído chuzos. La ahora inspectora ha desarrollado un estómago de acero que digiere sin rechistar lo que le echen (y su dieta frugal ayuda: la doña sólo cena una manzana). Adolescentes vampirizados por la droga, prostitutas apaleadas, mafiosillos que metieron la mano en la cartera de alguien más avispado. Gavira no siente pena por ninguno. Ya no. Dedujo que en este enfermo primer mundo son muy pocos, poquísimos, los que no merecen eso que acaba con ellos. Y con esta seguridad adquirida a golpes progresa hasta la cinta mecánica y pasa ágilmente por debajo del precinto.

Carne joven. Es lo primero que se le ocurre al verla. Al ver la piernecita que asoma por el pliegue de la bolsa. Carne muy joven, joder. Inmaculada, tierna. Fuera de lugar en aquel sumidero de inmundicia.

El estómago despreocupado de la inspectora se estremece en un violento retortijón. Tantos años después, la bilis que amenaza con escapar de su garganta sabe particularmente amarga. Tiene un gusto de verdura pasada. De leche agria. Cuando menos lo esperas, los frutos de esta tierra de la abundancia nos pueden hacer bola.

Cuánto medirá. Veinticinco centímetros, treinta a lo sumo; aunque está flexionada y lo que venga a continuación del muslo se pierde en las profundidades del plástico negro. Un año, año y medio si es bajita. Porque la mente a contra marcha de la policía ha decidido que se trata de una niña. Se fija en el piececito. Es el izquierdo. Tontamente, como haría una pareja al sostener por primera vez a su criatura, cuenta los dedos. Al llegar a cinco, sin saber por qué, suspira aliviada. Leonor Gavira aún no es dueña de la situación.

Pasa un minuto, tal vez dos. El temblor de sus manos ha amainado lo suficiente para que consiga ponerse los guantes. El látex goza de conocidas virtudes y a ella, en este instante, la reconcilia con su profesión. Sus nervios se templan. Vuelve a erigirse en la inspectora eficiente a quien sentimentales colegas han reservado el papel principal en la función. Sí, querida Leonor, alguien debe terminar de abrir la bolsa. Averiguar si el resto del cuerpo está dentro. Mirar a la carita de ese cuerpo.

Te ha tocado, inspectora. Ya te advirtieron de que era un asunto feo.

Cinco maderos sin mucho cuajo, al menos hoy, esperan en el exterior. Los dos de la Local han abandonado el vertedero a desgana, requeridos urgentemente por una señora a cuya puerta habían estacionado un ciclomotor. Vayan con cuidado, agentes. Unas pocas palabras han cruzado los otros, mientras. El oficial lo ha intentado, ha querido bromear… hasta que el veterano lo ha encañonado con sus ojos grises. Desde entonces, ni una mirada. Avergonzados, inclinan las cabezas como si un nubarrón amenazara derramarse sobre ellos.

Sólo el rumor de un vehículo que se aproxima les hace levantar, a un tiempo, la testuz. Dichosos los ojos, señor forense. Si me hace el favor… incluso con las ventanillas arriba, podemos oír el run run meloso de ese bolero. Muy a tono, qué duda cabe. La clase se tiene o no se tiene.

—No baje del coche. No se moleste.

Desde la puerta de la nave, Leonor Gavira ataja el gesto del forense. Lo ha pillado justo cuando, pie en tierra, tomaba impulso para emerger de su máquina del tiempo: aroma de puros, un San Cristóbal marchito, un escudo rojiblanco. No sin cierta gracia, el gastado doctor enseña la pantorrilla y los calcetines de hilo, con sus iniciales bordadas. Una vedette un poco pasada de años, de maquillaje, a punto de bajar la escalera dorada.

El caso está resuelto —aclara Gavira, y se diría que sonríe con la satisfacción del deber cumplido. En unos pocos pasos llega al corro de policías. No pestañea. No vacila. Sus compañeros dudan, como otras veces, si admirarla o temerla.

La inspectora porta la bolsa, ya cerrada. La lleva bajo el brazo, apretada en parte con el sobaco, pero el bulto del interior resulta indisimulable. Y todos lo miran. También el forense, desde su escorzo sensual en el auto.

Es el veterano de cuello de toro quien se decide a abrir fuego.

—¿Resuelto, inspectora?

—Sí. O mejor dicho, no hay caso —y con ademán rápido, que el otro no puede impedir, le planta la bolsa en el regazo. Él lo atrapa a destiempo, torpemente, como un portero de la liga inglesa. Nuestro entrañable poli ha palidecido. Quien sea que maneje los alicates de su estómago, está apretando a conciencia.

La mujer echa a andar hacia el coche. Una vez pasada la crisis, ha asistido complacida al desenlace. Podemos apreciar un vago tono de desprecio, no sabemos hacia quién, cuando comenta sin volverse:

—Es un reborn, señores.

El penetrante perfume del vertedero se ha colado por las rendijas. Ha anidado en la tapicería y se prende al salpicadero como un amante fogoso; no es más que vicio, de acuerdo, pero tiene intención de aprovecharse mientras pueda.

Gavira toma asiento tras el volante. Esta vez conducirá ella. Su oficial aún se está despidiendo de los nacionales.

Anochece en Transilvania. Las montañas de chatarra proyectan sombras simiescas, el reflector de una torre ilumina el recinto con claridad de bomba atómica. No vayan a robarnos, reflexionaría el ingeniero cuando lo emplazó allí. Él y su simpática obsesión por el orden y la seguridad.

El agente fofo y calvo ha trasladado al niño hasta el asiento trasero del coche del forense. Por fin ha entendido que se trata de un muñeco. Un muñeco dolorosamente realista. Tanto, que lo ha sentado con delicadeza en el hueco del centro y le ha puesto el cinturón. Hay que ser canalla, debe de pensar también él. Y lleva razón. En este puerco mundo encuentras más sinvergüenzas que perros descalzos.

Morales guarda silencio, de vuelta a la ciudad. Algo está 16rumiando. Cuando no aguanta más, allá va:

—¿Por qué habrán hecho eso?

Gavira no responde. Siente un ligero malestar a causa de su equivocación. Un niño, no una niña. Se pregunta fugazmente si una madre hubiera acertado. Por fortuna queda menos para retornar a Madrid. Allí los muertos son de verdad, no esta pantomima indecente.

Y Morales, a lo suyo:

—¿Por qué narices lo habrán echado al contenedor gris? Debe ir al amarillo.

—El amarillo sólo es para el plástico.

—¿Y el… eso no es de plástico? —No, Morales, es de silicona o un material similar.

El oficial querría contraatacar, pero desiste. Para qué. Nunca gana las discusiones con ella.

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Paco Moreno Trinidad

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Nacido en Mérida, el 25 de mayo de 1977.

Casado y con una hija. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense.

He trabajado en varios medios de comunicación y desde 2006 en Canal Extremadura TV. Soy aficionado a la lectura y a la escritura. Suelo participar en certámenes literarios y en ocasiones he obtenido algún premio. Dentro del género negro, siento predilección por Chandler. Y también soy devoto del canon holmesiano, claro.

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“Un billete al paraíso”

.David Rubio Sánchez

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Un billete al Paraíso David Rubio Sánchez Ya era la madrugada del sábado cuando los bomberos consiguieron apagar las llamas. Los destellos rojos, azules y naranjas de los coches de emergencias se reflejaban en el espeso humo negro que cubría el barranco mientras los agentes de policía y sanitarios descendían por el talud. Las luces de sus linternas se asemejaban a un baile de luciérnagas dirigiéndose hacia el turismo calcinado. «¡Qué asco!», se oyó decir a quien enfocaba con su linterna un cráneo cuya carne carbonizada se desgajaba. Uno de los policías extendió una sábana blanca en el suelo. Sobre ella, tras el pertinente registro fotográfico se fueron depositando los restos humanos que aparecían. «¡Muchachos, quiero la puta matrícula ya!», gritó el inspector a 18los agentes. Cuando por fin apareció la placa, llamó a las oficinas centrales para confirmar la titularidad del vehículo. Tras un instante de espera, le informaron de que se trataba del automóvil robado con el que huyeron, esa mañana, los atracadores de la sucursal bancaria. Se llevaron a un rehén. «Repíteme su nombre», contestó mientras observaba cómo el forense guardaba, en una bolsita de plástico, los cinco dientes que se habían desprendido del maxilar. Al colgar, el inspector comprobó que el macabro puzle casi estaba completo sobre la ya no tan blanca sábana: solo faltaba lo que en su día fue el muslo izquierdo y el antebrazo derecho. —¿Ha descubierto algo? —le preguntó al forense. —Ya era cadáver antes de las llamas. He visto un agujero de bala en el torso. También sabemos que estaba casado y que no era ningún indigente —le respondió mostrando un anillo de boda y un Rolex. —Doctor, en este coche debía viajar un rehén junto, al menos, tres atracadores. ¿Cuándo podremos saber si esto —Señaló los restos — es ese desgraciado? —Aunque tendremos que confirmarlo con el análisis dental, creo que ese desgraciado tiene nombre —le dijo entregándole una cartera a la que el calor había ahuecado la piel. 19El inspector la abrió con cuidado. Extrajo un permiso de conducir con los bordes quemados. —Francisco Ibáñez —leyó—. ¡Maldita sea! Es el rehén. *** Como cada lunes, Francisco Ibáñez acudió a la administración de loterías. Vestía un traje caro, aunque eso no significara nada; hasta cuando iba informal, el valor de lo que llevaba puesto rara vez bajaba de los seis mil euros. —¡Hola, Paco! ¿Otros cincuenta euros de esperanza? —le saludó el dependiente del establecimiento tras la mampara de cristal reforzado. —Eres todo un poeta de la suerte. Cogió un taco de boletos del mostrador y sacó la Montblanc que le regaló su suegro el día de su boda con Mercedes. Fue durante el banquete nupcial, en privado. Al entregársela, lo miró con severidad. «No te confundas. Sé que estás con mi hija por mi dinero», le espetó. Y tenía razón. Tras rellenar la apuesta sonó su teléfono móvil. Era Sonia. Paco resopló mientras se acercaba el aparato al oído. 20—Dime —contestó con un tono seco y agrio. —Me siento muy mal —dijo con voz entrecortada—. Ayer estaba muy nerviosa. ¡Sabes que solo quiero que estemos juntos! —Sí…, ya me he dado cuenta, ¡coff! —Hablarás hoy con tu mujer, ¿verdad? —No. —¿Mañana? —No. —¿Cuándo se lo dirás? ¡No puedo pasar por esto yo sola! —Lo haré… ¡Coff!… cuando lo crea oportuno. —¡Te gusta hacerme sufrir! ¡Egoísta! —¿Egoísta? ¿Quién ha dejado la maldita píldora?, ¿quién ha decidido quedarse embarazada?, ¿quién! ¡Coff! ¡Coff! ¡Coff! No esperó a escuchar la respuesta. Con rabia, lanzó el teléfono contra el suelo. La carcasa salió disparada por un lado y la pantalla por otro. Respiró hondo, tras un breve instante se atusó el pelo tratando de recomponer la compostura y recogió los trozos que se guardó en el bolsillo de la americana. —Parece que el sistema antirrotura de estos móviles no es tan eficaz como dicen —comentó al lotero, pasándole el boleto y un billete de cincuenta euros a través de la bandeja del mostrador. —Sí, son una mierda. 21—Mi esposa dice que jugar a la lotería es de pobres. —¿Pobres en qué? —preguntó el lotero devolviéndole el boleto ya sellado—. Toma, tu billete al paraíso. —Repito: eres todo un poeta. ¡Coff! ¡Coff! —Por cierto, ¿has ido al médico? Esa tos suena mal. —Sí, ya he ido. Antes de abandonar el local guardó su apuesta en la cartera, en el mismo compartimento donde se encontraba un cartoncito con la citación para la biopsia que debían practicarle el jueves de esa semana. *** —No estoy de acuerdo con eso de llevar postizos —dijo Eme antes de llevarse la jarra de cerveza a la boca. Tras echar el pertinente trago, añadió: —Además, he visto en la tele que la poli tiene ordenadores capaces de borrarlos y verte la cara. —Eme, ya has oído a Hache —le recriminó Jota—. Ya está todo planificado. —¡Oh, el maravilloso plan! Entrar, sacar las pipas y llevarnos la pasta, ¡qué sofisticado, señor CSI! —Eme eructó antes de continuar: —¿Y cómo alcanzaremos la autopista? En cuanto 22salgamos por la puerta avisarán a la policía y a esa hora del viernes las carreteras estarán a tope. Hache rebañó la salsa brava del plato con la última patata. Ese miércoles hacía una agradable brisa y eran los tres únicos ocupantes de la terraza del restaurante. Apuró su jarra de cerveza y se limpió discretamente los labios con una servilleta antes de contestar: —Eme, algún día, alguien te cortará la lengua. Tal vez así aprendas a escuchar. —Hache indicó a Jota que pidiera la cuenta —. Nos llevaremos sus carnés de identidad y les amenazaremos con una visita a su casa si no se quedan quietecitos. Por si acaso, también tomaremos a un rehén. Tras calcular el dinero de la propina, se levantaron. Hache encendió un cigarrillo y se dirigió a Jota: —¿Has dejado ya el coche en el descampado? —¿Te crees que soy como Eme? *** Francisco Ibáñez esperaba, recostado en la camilla, la llegada del equipo médico a la sala de anestesia. La liviana bata de color verde apenas le alcanzaba a cubrir la espalda. Eran las cinco de la 23tarde del jueves. El silencio permitió que todos los tormentos que amenazaban su vida anegaran su mente. ¿Cómo se lo diría? Cariño, he tenido una aventura, por cierto, ya sabemos quién de los dos es estéril. Seguro que podemos arreglarlo, sé que me quieres como yo a ti, no hace falta llegar al divorcio, ni por supuesto decírselo a tu padre. Tampoco le había mencionado todavía lo del tumor, ¿le serviría para cuando le contara su historia con Sonia? Después de todo, quizá podría sacar partido a esos infumables cursos de armonía espiritual para ricas aburridas a los que su esposa era tan asidua. Comenzó, de nuevo, a toser. No llevaba el pañuelo y usó la mano. Al retirarla, observó los puntos de sangre. Sintió escalofríos. El cirujano, un anestesista y una enfermera entraron en la sala y comenzaron a prepararlo para la biopsia. —No se preocupe —dijo el especialista—. En un par de horas habremos terminado. Los resultados los tendremos en una semana. —Doctor, ¡coff! ¿Si fuera maligno cuánto tiempo me quedaría? —No adelantemos los acontecimientos. —Respóndame, ¿cuánto? Cada día toso más… ¡Coff! —Un año, tal vez algún mes más. 24*** El taxi llegó sobre las diez de la noche a la mansión situada en la zona alta de la ciudad. —¡Menuda choza! —exclamó el taxista mirando a través de la ventanilla. —Sí, no está mal —comentó Francisco mientras sacaba un billete de cincuenta euros—. Quédese con el cambio. —¡Gracias, hombre! ¡Me alegro de que la vida le sonría! Bajó del coche sin contestar. Notó que la herida quirúrgica empezaba a dolerle. Se dirigió al panel de la puerta y apoyó el dedo índice contra el identificador de huellas digitales. La sofisticada cancela se abrió lateralmente. Recorrió a paso lento el camino del jardín que rodeaba la mansión. Contempló su elegante arquitectura, la piscina… No podría renunciar a eso. La vida de lujo no solo le gustaba: la necesitaba. Al entrar en casa lo recibió Caterina, la criada. Era menuda y con su sensualidad caducada. Vestía el clásico traje de criada: delantal blanco con chorreras sobre el vestido negro y el lazo Katyusha en el pelo. Escuchó la estridente voz de Mercedes que le llamaba desde el salón. 25—¡Paco! ¡Papi ha venido de visita! Papi, don Andrés, se encontraba sentado en el sillón, con los pies apoyados en un puf y una copa de coñac en la mano. —Hola, querido yerno, ¿cómo va todo? —dijo sin levantarse. —Normal, sin problemas. —Magnífico. Mercedes se disculpó. Ese día se había dedicado a reordenar su aura y se encontraba terriblemente cansada. Dio un beso en la frente a su papi y tras hacer lo propio con Francisco, le dijo: —Por cierto, te ha llamado una tal Sonia un par de veces. Caterina le ha preguntado el motivo, pero no quiso dejar ningún mensaje. —Gra… gracias, cariño. Se quedaron en silencio mientras Mercedes abandonaba la estancia. Francisco observó la cara autoritaria de su suegro, que lo observaba con una expresión condescendiente, la que siempre utilizaba cuando tocaba una de sus charlas. Suspiró mientras se acomodaba en el asiento. La herida le dolía. —Y bien, ¿algo que tengas que contarme? —No. —¿No? —No. 26A lo lejos se escuchaban los gritos de Mercedes. Recriminaba a Caterina que le hubiera servido un té de esencia de rosas tibetanas, cuando los jueves debía tomarse un té Matcha. —Esa Sonia… ¿no será Sonia Buendía, la directora de Marketing? —preguntó su suegro mientras pasaba el dedo por los bordes de la copa. —Podría ser. El consejo ha dado luz verde a una nueva línea de productos. La llamaré mañana. ¡Coff! —Es guapa esa mujer. —Normal. —No, no es normal. Es una hembra de campeonato, y además soltera. —No lo sabía. —¿No lo sabías? —Papi se acabó de un trago el coñac—. Escúchame, sé que te ves con ella. Tengo fotos. Tranquilo, mi hija no lo sabe, por eso no estás buscando cama en un albergue. —¿Me investigas? ¡Coff! —Recuerdas quién es el dueño de todo lo que disfrutas, ¿verdad? —Don Andrés hablaba tranquilo, no le hacía falta elevar la voz para ser amenazante—. Nunca me gustaste, pero, hasta ahora, te habías portado bien, espero que eso no cambie. ¿Lo entiendes? —Lo entiendo. 27—Estupendo, siempre has sabido lo que te conviene. Por cierto, ¿hay suerte con las loterías? —Una sonrisa se dibujaba en el rostro de su suegro conforme terminaba la frase. —No. —Eso es porque la suerte solo es para quien se la merece. Y hablando de merecer, ¿has ido hoy al médico para tratar tu esterilidad? Creo que merezco algún nieto. Francisco suspiró aliviado. La omnipresencia de su suegro parecía no ser ilimitada. *** Se despertó tarde esa mañana de viernes. Observó a Mercedes que todavía dormía. ¿Tendría el valor para contárselo hoy? De camino a la sede de la empresa entró en un bar. No había desayunado y ya era la una del mediodía. Al sentarse en el taburete de la barra vio, en los expositores, un delicioso surtido de bollería industrial. Su esposa no le dejaba probarlos. «Tienen grasas y suben el colesterol», le decía. —Quiero un café y tres donuts —pidió. El costado le dolía con más intensidad que la noche anterior. Cogió el arrugado periódico que el bar ofrecía a sus clientes. 28Empezó por las últimas páginas, como lo hacía siempre, y sacó el boleto de su cartera. —¡Que tenga suerte, amigo! —le dijo el camarero que se acercó con el café y un platillo con los tres donuts. Cuando llegó a la sección de loterías sacó su Montblanc. Siempre rodeaba con un círculo los números acertados, y eso hizo con el dos; después, con el diez; luego, el quince, el veinticinco y el cuarenta. Finalmente marcó los números estrella: el uno y el nueve. En total hizo siete circulitos. El corazón se le aceleró y sus ojos se quedaron secos por la falta de parpadeos. Comprobó hasta en tres ocasiones los resultados y fue entonces que buscó la tabla de premios: «Premio 1ª categoría: 30.000.000 €». —¿Hubo suerte amigo? —preguntó el camarero de camino a la caja registradora. —¿Qué? No, lo normal. ¡Coff! ¡Coff! —contestó tapando con la mano el boleto. —Como se suele decir: «que por lo menos tengamos salud». Por cierto, ¿ha ido al médico? Esa tos no tiene buena pinta. Un pálpito le nubló la mente y ya no le quedó la menor duda de que el tumor sería maligno. El taxi lo dejó frente a la sucursal bancaria cuando el reloj marcaba las dos y veintiocho minutos. Casi la hora de cierre, pero 29seguro que, por treinta millones de euros, el banco haría horas extras. Tres hombres le cedieron el paso en la puerta del banco. Les hizo un gesto de agradecimiento. *** —¿Es necesario que me claves el cañón en las costillas? — preguntó Francisco a quien decía llamarse Eme. —¿Te vas a poner chulito? —le respondió apretando aún más la pistola en el costado. —¡Relajaos los dos! —intervino Jota sin apartar las manos del volante—. Amigo, ya falta poco. Hache, sentado en el asiento de copiloto, los miraba a través del retrovisor. Francisco se recostó en el asiento. Jota se equivocaba. No había ninguna inquietud en su cuerpo; pese a sus manos atadas y la pistola que le apuntaba, disfrutaba de una tranquilidad desconocida en mucho tiempo. Salieron de la autopista y, apenas un kilómetro después, tomaron un desvío. Sus captores escudriñaban el paisaje forestal a través de la ventanilla. El vehículo redujo su marcha al llegar a una 30explanada donde se distinguía un coche blanco entre unos matorrales. —Ya hemos llegado, bajad —ordenó Jota tras accionar el freno —. Amigo, pronto volverás a casa. —No quiero volver. Os pagaré un millón de euros si conseguís simular mi muerte. —¡Ja, ja, ja! —Comenzó a reír, Eme. —¿Por qué querrías eso? —preguntó Jota. —¿Has dicho un millón? —Se interesó Hache, arqueando las cejas. —¿Podéis hacerlo? —continuó, impasible, Francisco. —Podría hacerse —respondió Hache—. Pero antes, explícame, ¿por qué alguien con ese dinero querría morir? —A los desaparecidos se les busca; a los muertos, se les olvida en el cementerio. —¡Joder, dejemos de hablar y hagámoslo! Con eso podríamos retirarnos —exclamó Eme—. ¿Qué hemos sacado hoy? ¿Doce mil asquerosos euros? Solo haría falta enviar un anónimo a la policía. El tipo nos da la pasta, llamamos al Papeles y salimos del país. —¡Cállate, Eme! —exclamó Hache—. Amigo, tu Rolex de oro me sugiere que podrías tener la pasta. Pero no suelo aceptar la primera propuesta de un ricachón desesperado. 31—¿En cuánto has pensado? —Por un atraco y un breve secuestro nos podrían caer siete u ocho años, pero ¿sabes cuánta es la condena por asesinato? Queremos seis millones de euros. Francisco trató de mostrarse preocupado por el precio y dejó transcurrir un minuto antes de aceptar. Hache, con un rápido movimiento, sacó su pistola del bolsillo y disparó. Un olor asfixiante a pólvora llenó el interior del coche. Eme, antes de morir, tuvo tiempo de tocarse los bordes del agujero que se había abierto en su pecho y de ver la fuente de sangre que comenzaba a manar a través de él. —¡Hache! ¿Te has vuelto loco! —gritó Jota abriendo la ventanilla. —Apreciaba a Eme, en serio. Te aseguro que jamás le hubiera disparado por menos de seis millones de euros. —Abrió la puerta del coche y, antes de salir, añadió: —No basta con un anónimo y una desaparición: la policía necesita un cuerpo y él se parecía más a nuestro nuevo socio que tú. Francisco se quedó solo en el coche después de que le liberaran de sus ataduras. Sus captores trasteaban en el maletero. Extrajo con disimulo el boleto de su cartera y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Observó el cadáver de Eme a su lado, la sangre fluía por su ropa. 32Salió del coche. Mientras estiraba las piernas Hache se le acercó, llevaba unas tenazas en la mano. —Dame tu cartera, el Rolex y el anillo de bodas. —¿Para qué son las tenazas? —preguntó, despojándose del anillo, el Rolex y la cartera. —¿Tu dentista es bueno? Tómatelo como el último sacrificio antes de irte a vivir al Paraíso. Francisco sonrió. ¿Cuánto tiempo podría disfrutarlo antes de que el infierno se convirtiera en su residencia permanente? David Rubio Sánchez. Nacido en 1971. Abogado de profesión y escribiente de vocación que ha ido dando tumbos por el mundillo literario virtual (redes sociales y blogs). En ese trayecto he obtenido algún reconocimiento como el haber quedado finalista en 2015 en el certamen literario de La Mano festival de cine fantástico y de terror con el relato Viaje de ida; ganar en 2017 el Certamen literario Raphael de relatos de suspense con el relato Bucle; y la selección de algunos de mis relatos para diversas antologías. También he autopublicado un libro de relatos de ciencia ficción, Los demonios exteriores. Además de la escritura propiamente dicha administro un blog literario El Tintero de Oro destinado a la promoción de la escritura y lectura mediante concursos de relatos y diferentes iniciativas como la maquetación y publicación en formato digital de los relatos participantes. Desde hace un tiempo mi escritura se ha enfocado al género negro a tiempo completo, tanto relatos como mi proyecto de novela. Además, en el presente año he fundado el blog Balas y Estrellas, página web íntegramente dedicada a la novela negra y policíaca. 33Por culpa del jazz Rosalía Guerrero Jordán Nos citamos poco antes de las nueve en la puerta de un restaurante de cierto renombre en el que tocaban música en directo. Supongo que quería impresionarme llevándome a un sitio con estilo, y confieso que casi lo consigue. El problema fue que hablaba mucho, demasiado, tanto que no me dejó disfrutar del magnífico cuarteto que actuaba sobre un pequeño escenario. Además, tenía el desquiciante hábito de dar golpecitos en el brazo de su interlocutor al hablar. En este caso, interlocutora. Después fuimos a una terraza a tomar algo, y allí siguió hablando sin parar, mientras insistía en pedirme otra copa. Cuando salimos de allí me invitó a tomar la última en su casa, a donde fui dando traspiés fingidos. No soy buena actriz, pero los hombres a menudo ven lo que les interesa. Me dejé caer en el sofá y me quitó los zapatos. «Ponte cómoda», me dijo antes de dirigirse a la cocina. Y mientras preparaba un 34cóctel, imagino que aderezado con cualquier otra sustancia, me calcé, me levanté y salí de allí sin hacer ruido. Al regresar al salón, con un vaso en cada mano, debió encontrarse con el hueco que mi cuerpo había dejado en el sofá, y con la decepción de que su presa había escapado. Ninguno de los anteriores tuvo tanta suerte. De éste me conmovió que le gustara el jazz, y que tuviera un póster viejo de Ella Fitzgerald en el salón. Hay tan poca gente con buen gusto musical que me pareció una pena desperdiciarlo. Quizás ese fue mi error. A pesar de todo, soy una sentimental. Pero creo que debería empezar por el principio, por el día en que Alba desapareció. Había quedado con un tipo a través de una app de citas. Llevaba tiempo chateando con él, y estaba emocionada. Yo creo que hasta se había enamorado, la tonta. Con las veces que le dije que ahí todos los tíos iban a lo mismo, y ella se empeñaba en seguir creyendo que iba a encontrar el amor en la pantalla de su móvil. La policía dijo que se habría ido voluntariamente, lo cual hubiera sido hasta razonable conociendo sus antecedentes y los problemas que tenía en casa. Pero yo sabía que no era así. Alba me lo hubiera dicho. Después de estamparme varias contra el muro de la desidia y la negligencia, decidí actuar por mi cuenta: si la policía no se iba a molestar en buscar a mi amiga, no me dejaba más opción que hacerlo yo misma. Así pues, me creé un perfil falso con un par de 35fotos de Alba y comencé a dar like a cualquiera que me pareciera sospechoso. A la mayoría los bloqueé después de chatear un par de veces, pero a las pocas semanas la estrategia funcionó: un individuo, guapo y con pinta de bruto, el tipo de hombre por el que Alba perdía la cabeza y las bragas, me insultó y me dijo que las zorras muertas no pueden follar. Hice varias capturas de pantalla y eliminé el perfil: había encontrado al culpable de la desaparición de Alba. Después creé otra cuenta usando algunas fotos mías, convenientemente retocadas, y escribí en la descripción las chorradas típicas, parecidas a las que hubiera escrito la propia Alba. Entonces, comencé a buscarlo. No tardé en encontrarlo. Le di like y el match fue instantáneo. Al parecer, él me había encontrado a mí antes. El juego había empezado. Comenzamos a hablar, y me mostré como sabía que habría hecho la propia Alba: alocada, cariñosa y vulnerable. Muy vulnerable. Ese tipo de hombres las buscan así. Enseguida quedamos. En zona neutral y sin riesgos, como debe ser una primera cita: a media tarde en una cafetería del centro. Allí desplegué todos mis encantos, y fingí —con éxito— estar desesperada por meterme en su cama. Después improvisé una excusa ineludible y salí pitando de allí con la sugerencia velada de una cita más intensa. 36Hablamos durante un par de días. Me inventé una vida llena de peripecias y sinsabores. Por supuesto, él me iba a rescatar como el príncipe azul que era. Tuve ganas de vomitar muchas veces, pero las aguanté. Era necesario seguir con el plan. Cuando al fin quedamos fui a su casa. Él quería ir al grano y yo no quería que me vieran con él. En cuanto entré se abalanzó sobre mí, pero le dije que estaba un poco nerviosa y que necesitaba una copa para relajarme. Él sonrió y preparó dos. Echar en la mía el cianuro y dar el cambiazo fue sorprendentemente fácil. Enseguida empezó a encontrarse mal, tenía náuseas y le costaba respirar. Simulé llamar a emergencias, y cuando estuve segura de que ya no podría hacerme daño le hice saber que Alba era mi amiga. Le propuse un trato: que me dijera dónde estaba a cambio del antídoto. Me confesó donde la había enterrado justo antes de empezar a convulsionar. Pocos después se le cerró la tráquea y el oxígeno dejó de entrar en sus pulmones. Fue fantástico ver el terror en sus ojos al comprender que iba a morir. Cuando todo acabó limpié el salón con esmero, eliminé los perfiles de la app de citas y borré todas nuestras conversaciones. En las noticias hablaron de un ajuste de cuentas, al parecer era un buen elemento, y días después la policía recibió un correo anónimo informando de la ubicación del cuerpo de Alba. Por mi 37parte, todo estaba resuelto. Sin embargo, la cacería había desbloqueado una parte salvaje de mí que desconocía. Después de valorar los riesgos posibles compré un móvil con tarjeta prepago, creé varios perfiles con fotos de paisajes y gatitos, y comencé a jugar. En mi favor diré que siempre elegía individuos de la peor calaña, en parte también para que mi conciencia me dejara dormir: misóginos repugnantes que creen que las mujeres les debemos sexo, maltratadores y puteros de cualquier pelaje y condición, y aficionados al BDSM en busca de una víctima que les dé consentimiento para reventarla. Estos últimos eran mis preferidos. No creo que descubra nada si digo que con todos hice match, lo que confirmó mi hipótesis de que lanzan la caña a lo loco para ver si pica alguna incauta. Con el primero, un maltratador de manual, hablé un par de semanas, lo suficiente para confirmar el asco que me daba. Quedamos en un parque cerca de su casa, donde nos fumamos un porro. En realidad, se lo fumó todo él, yo solo daba pequeñas caladas y tiraba el humo. Luego me invitó a subir a su casa, «tranquila, que no te voy a hacer nada, eh», me dijo. «Por supuesto que no me vas a hacer nada, desgraciado», pensé, «te lo voy a hacer yo a ti». Con el tiempo descubriría que esa frase la 38usan a menudo cuando pretenden agredirte. Le hice creer que accedía bajo los efectos del cannabis, y coló. Hay tipos que se creen tan listos que resulta muy fácil engañarles. Es increíble la autoestima que se gastan algunos. Cuando entramos en su casa me acorraló, pero me reí como si estuviera colgada y le dije que tenía sed. Sirvió un par de gintonics y en cuanto se descuidó le eché parte del anestésico que había sacado de la clínica veterinaria en la que trabajo. Se quedó frito antes de acabarse el cubata. Con un par de pinchazos rápidos le coloqué dos implantes hormonales subcutáneos. Los mismos que usamos en el trabajo para la castración química de los perros más grandes. No, no pensaba matarlo. Tan solo iba a estar unos meses acojonado de ver que no se le levantaba. Y engordaría lo suficiente como para que ninguna mujer se le acercase a menos de un metro. El segundo era un niño rata de treinta años, con el pelo grasiento y las pestañas quemadas de tanto ver porno. Llevaba escrita en la cara la palabra misógino, tan solo había que leer su perfil para darse cuenta. Siempre me resulta sorprendente que pretendan ligar insultando a las mujeres. Desde el principio me dejó claro lo que pensaba de nosotras: que somos malísimas, que sólo queremos a los hombres por interés económico, y que elegimos a los más guapos, aunque seamos 39adefesios. Olvidaba que él era un ser repulsivo, y a pesar de ello consideraba que las tías buenas le debían sexo, que además eran unas guarras por no concedérselo. Como vivía con sus padres tuvimos que esperar a que se largaran al pueblo para ir su casa. Él no tenía un clavo para pagar un hotel, y yo no quería dejar pruebas de mis fechorías. Con éste también resulto muy fácil practicarle una castración química temporal. Después, borrado de perfil y vuelta a empezar. Al tercero lo recuerdo con cariño, pues me suplicó llorando que no lo matara. Confieso que en este caso fui expresamente a cazarlo. En cuanto lo vi me creé un perfil que le resultara irresistible: aprendiza de sumisa ansiosa por aprender. En efecto, el algoritmo enseguida nos unió y comenzamos a hablar. Yo le preguntaba qué cosas me iba a hacer, y él las describía con detalle y con un deje de sádico placer en la voz. Para animarle a seguir hablando, de vez en cuando daba grititos agudos y me mostraba escandalizada a la par que entusiasmada, mientras anotaba mentalmente todas las torturas a las que pensaba someterme. El día de la cita tuve que ir con pies de plomo para no caer en mi propia trampa: era un psicópata que, incluso antes de quedar por primera vez, comenzó a insultarme y a maltratarme psicológicamente. Supongo que quería que llegara blandita, 40blandita, necesitada de afecto y comprensión y decidida a ganarme su corazón. Me esperaba preparado para nuestra primera sesión, semidesnudo y con una máscara negra, y con el arnés y las esposas que debía ponerme en la mano. Le dije que estaba asustada, lo cual era cierto, y que necesitaba hacerme a la idea antes de empezar. Él soltó una carcajada tan terrible que a punto estuve de salir por patas de allí. Creo que nunca he pasado tanto miedo. Después accedió a enseñarme lo que él llamaba la habitación del placer y yo definiría como cámara de los horrores. Antes de llegar yo se había metido un par de rayas. Lo sé porque vi los rastros sobre la mesa en que había depositado todo el instrumental. Además, estaba tan alterado que no sintió el pinchazo. Una dosis doble de anestésico perruno fue suficiente para tumbarlo. Después, lo inmovilicé con sus propios juguetitos y esperé a que despertara. Necesitaba que estuviera consciente para que averiguara cuál era su umbral del dolor. ¡Joder!, ver su cara cuando se dio cuenta de que las tornas habían cambiado fue magnífico. La boca tapada, los ojos abiertos, y esa mirada desesperada entre la sorpresa y el pánico. Empecé a jugar con él tal y como me había explicado. Le hice todas las cosas bonitas que pretendía hacerme… y algunas más. Esta vez fue diferente a las anteriores, pero increíblemente 41satisfactoria. El único problema es que tuve que limpiarme las salpicaduras de sangre. Y eliminar al único testigo, claro. Aunque eso no me costó demasiado, la verdad. Ya tenía algo de práctica en borrar mis huellas, pero con esto pasé al siguiente nivel. Después hubo más, muchos más. Tantos que ya no recuerdo sus caras. A la mayoría les dejé una impotencia temporal y unos kilos de más. A unos pocos confieso que se me fue la mano y me los cargué, como al asesino de Alba. Y no lo lamento: ahora el mundo es un lugar más seguro para las mujeres. Mi querida Alba. A veces voy a llevarle margaritas, sus flores favoritas, y me siento a su lado a contarle mis hazañas. Hubiéramos hecho un buen equipo. O quizá no, ella era demasiado buena. De lo único que me arrepiento es de aquella cita, la del tipo al que le gustaba el jazz y hablaba sin parar. Supongo que era más listo que el resto, y se sorprendió al ver que me había ido sin despedirme. En teoría yo iba tan borracha que no debería haber podido ni levantarme del sofá. Al parecer había leído en la Deep Web algo sobre una tía que desaparecía en mitad de sus citas sin dejar rastro. Empezó a investigar por su cuenta, ató cabos y… acabó descubriéndome. Debería haberlo matado. Siempre supe que acabarían pillándome. Que no iba a salir 42indemne de esta aventura. Que mi nuevo hobby iba a tener consecuencias en algún momento. Pero tengo que decirle, Señoría, que nunca pensé que me descubrirían por culpa del jazz. Rosalía Guerrero Jordán. Nace en Valencia en abril de 1967, y crece leyendo todo lo que cae en sus manos. Estudia Psicología, aunque nunca llega a ejercer. Durante un tiempo, entre las oposiciones, el trabajo y la familia, el tiempo libre pasa a ser una quimera, tan inalcanzable que hasta deja de leer. Pero al cumplir cincuenta años recuerda que tenía una asignatura pendiente y comienza a escribir. Decide entonces presentarse a concursos para obligarse a encontrar el tiempo que no tiene. Por ello mismo se decanta por los microrrelatos. Para su sorpresa, gana algunos premios en esta categoría, lo que la anima a seguir escribiendo, y a probar también con el relato corto. Desde entonces ha ganado algunos premios y accésits, y ha quedado finalista en diversas ocasiones, entre las que se encuentra el VIII Concurso Internacional de Relato Bruma Negra con el relato Demasiado joven para morir. Actualmente trabaja como administrativa y está casada con un hombre que la apoya en esta aventura, y convive con dos hijos adolescentes que a veces la miran raro. Y cuenta los días que le quedan para la jubilación, época en que espera disfrutar de tiempo libre para poder escribir sin prisas. 43He matado a Ismael Daniel González González El mensaje de texto es tajante. Demasiado explícito. Muy comprometedor. «He matado a Ismael». Lo acabo de recibir ahora mismo. Con las telarañas aún enturbiando la mirada, busco la hora en la pantalla. Cuatro treinta y ocho de la mañana. Joder, Manuel, encima de chapuzas, inoportuno. Espero pacientemente que llegue más información, pero el teléfono permanece mudo. Casi mejor. Si lo que dice es cierto, necesitará algo de margen para asimilarlo. Y luego, por supuesto, vendrá la horda de mensajes tipo «qué puedo hacer» o «ayúdame», seguramente sin que a la súplica le acompañe un por 44favor. Podría decirse que estoy acostumbrado a este tipo de cosas. Como diría Jack McEvoy, la muerte es mi oficio. Mato gente, la descuartizo, la torturo, la cuelgo de la cruz de una iglesia… Sobre el papel, claro. Me gano la vida escribiendo historias truculentas, y me la gano bien. No es por presumir (oh, gran ego del escritor), pero pocos matan como yo. Como antiguo inspector de Homicidios, sé un poco del tema. Pero la fama pasa factura, y ya es costumbre que muchas conversaciones con personas que acabo de conocer, o con quienes tengo trato asiduo, acaben derivando en un interrogatorio sobre maneras de matar o temas relacionados con el oficio. El morbo de lo oscuro, la curiosidad insana en plena efervescencia. Por eso, creía que lo había visto todo, aunque si de alguien puedo esperar una sorpresa así es de Manuel. Bueno, ¿sorpresa? Quizá no tanto. Conociéndole, y conociendo al seguramente finado Ismael, empiezo a darme cuenta de que era un desenlace inevitable, en el que la única duda era saber quién acabaría con quién. Visto lo visto, prefiero que haya muerto el señorito. Que no es que me caiga mal, aunque un poco gilipollas ya es. O era. Ay, Manuel, muchacho… ¿Por qué me haces esto? Respiro hondo y reflexiono sobre el asunto mientras el móvil sigue en silencio. Tenía que haber hecho una porra. No de si lo acababa matando, sino cuándo. Hace ya tres días que salieron de 45viaje rumbo a Lisboa, y aquello no pintaba bien precisamente. Antes Ismael pasó por la ciudad, un par de días de visita con la excusa de que desde aquí el vuelo salía mucho más barato. Para colmo, insistió en conocerme, como si fuera un mono de feria al que echar cacahuetes. ¿Conocéis ese tipo de personas que se las dan de literatos para hacer postureo ante los demás? Pues de esa calaña es… ¡perdón!, era Ismael. Husmeador profesional de títulos de renombre en tiendas de saldos, fotos en instagram con cada libro cazado (tal vez hasta regateado) y, si se terciaba, un posado junto al autor del momento en una firma de libros. Pues nada, organicé una tarde literaria solo para él. Visita a las librerías más entrañables (que no las más comerciales), una ruta muy breve por rincones de la ciudad con su propia leyenda negra y, para rematar, tertulia en un café librería. En mi café librería favorito, en cuya terraza he escrito buena parte de mis obras y que él calificó como un antro con sofás de mercadillo y de precios desorbitados. ¡Si pagué yo, cojones, que bien que se pidió el cóctel más caro, hala, a empapuzarse de gorra! Pero no le bastaba con eso. Dijo, con su tono de pedante cum laude, que la ciudad era sosa, que las librerías eran un muermazo y que tenía que ponerle más ganas a mis libros, que se me ven los fallos y los giros de trama a distancia. Fahrenheit 451. La temperatura a la que arden los libros, según Bradbury. Según un servidor, la temperatura que alcanzó en ese 46momento mi puño apretado, buscando un hueco debajo de su barbilla. Fue difícil, pero me contuve. Ahora me arrepiento. ¿Le habría salvado la vida con mi puñetazo? Quizá. Lo imagino humillado. Enervado. Histérico. Lo imagino mandando todo a la mierda y volviendo a su casa. Cancelando los planes. No muriendo a cientos de kilómetros de aquí. Desde luego, me habría librado de un buen marronazo. Pero la vida es así. Son cosas que pasan. Yo no me di el gustazo, pero intuyo que Manuel se ha puesto las botas. ¿Le culpo? No. Bueno, no del todo. Matar está mal, bla bla, y todo el rollo moral, pero os juro que hay gente que se lo merece, que lo pide a gritos. Y punto. Anda que no vi cosas cuando era inspector… Eso sí, siempre me ha tocado estar en el que llaman el lado de la justicia, nunca se me ha ocurrido catar sangre fresca. Hasta ahora. Gracias, Manuel. A ver, ¿qué hago contigo? Conozco a Manuel desde hace décadas y, si me preguntasen bajo juramento en un tribunal mi opinión sobre él, aseguraría que es un pobre hombre que ha aguantado demasiado en la vida y ha tenido algo de suerte. No es una mentira. Aunque a veces te saque de quicio con sus manías, en el fondo es buena gente. ¿Y quién anda por ahí sobrado de paciencia? Vamos, que lo único que no entiendo es cómo ha soportado durante tantos años a Ismael. La suya siempre ha sido una amistad rara, forjada desde la infancia en las vacaciones de verano. El resto del tiempo, con contacto a 47través del ya extinto messenger y después el Skype y las llamadas con tarifa plana. Ahí, justo ahí, es donde radica el problema. En el verano Ismael es el rey, un pavo real hinchado con cuadrilla propia. El resto del tiempo, su carácter insoportable (y no lo digo solo yo) le ha alejado de la humanidad. ¿Solución? Saturar a Manuel, que siempre está ahí. Y el roce a veces hace ampollas. Cuántas desavenencias han tenido esos dos a lo largo de los años… Lo mejor para ambos habría sido separar sus caminos. Pero no, y luego pasa lo que pasa, te encuentras con un cadáver y no sabes qué hacer. O lo sabes bien, ¿no, Manuel? Hala, mensaje de texto a tu amigo experto en crímenes para ponerle en un brete. ¿Y qué hago yo ahora? ¿Dejo que apechugue con las consecuencias de sus actos, apago el teléfono y me vuelvo al sobre? No, el daño ya está hecho. Entiendo que en un mundo dominado por el Whatsapp la gente crea que un triste SMS es más complicado de rastrear. Nada más lejos de la realidad. La policía española, y también la portuguesa, lo tiene muy fácil, orden de un juez mediante, para recuperar los mensajes mandados desde un móvil común. ¿Y qué es lo primero que se hace cuando se encuentra un cadáver, o hay una desaparición sospechosa? Poner la lupa sobre el acompañante y exprimirlo a conciencia. Tirar del hilo hasta que surja algo. Y el hilo de ese SMS conduce a… ¡el tonto de turno! Sí, yo. 48Por eso mismo la falta de noticias me divide entre el agradecimiento y la preocupación. Por un lado no está dejando más rastro comprometedor (tampoco es que ya sirva de algo), pero por otro no tengo ni idea de lo que me voy a encontrar. Porque, vamos, ¿acaso alguien lo dudaba? Voy a echarle un cable con su pequeño problema. Es un amigo, y estoy seguro de que ha sido un crimen por impulso, de esos a los que conduce la desesperación. Conociendo a Ismael, nada que reprochar. Solo espero (deseo, suplico, anhelo) que la cosa haya sido el típico golpe con objeto contundente. Sin sangre. La sangre es mala. Delata demasiado, y te jode muchas formas de encubrir el asesinato. Un golpecito, bueno, es más manejable. Pero hay tantas formas de matar y, siento decirlo, pero a veces Manuel es un poco torpe… Es que me imagino una escabechina, y, bueno, algo se podrá hacer, pero lo veo muy jodido. Ojalá todo pudiera resolverse con el clásico atraco al turista. Mejor con un río algo caudaloso de por medio, y Lisboa tiene el Tejo. Por favor, un golpe sin sangre. Con un objeto común, que cualquier atracador puede llevar. Me muero por preguntárselo a Manuel, pero creo que voy a esperar a la sorpresa cuando llegue allí. Ya no hay vuelta atrás, me temo. A ver, es una buena persona. No soportaría la cárcel. Joder, necesito un brandy para entonarme. Lo primero, el viaje. Fugaz, sin dejar mucho rastro. La cosa está 49jodida, pero habrá que intentarlo. A chupar carretera con el coche. Pero antes tengo que saber a dónde ir y, de paso, calmar al asesino novato con un «papaíto va en tu ayuda». También complicado. Dejo que el brandy ponga en marcha los engranajes de la mente, y lo enfoco como una novela más. Título provisional: He matado a Ismael. Víctima y asesino, presentes. El contexto en el que se enmarca el crimen es jugoso. Saldría un buen libro. Bien, ahora a machete con la trama. Escritor pedante pasado de rosca despertado bruscamente. Un marrón del que no puede librarse, o sí, pero entonces quedaría como un capullo al delatar a su amigo. La lealtad a los tuyos lo es todo en una buena novela, me gusta. Y encima complica las cosas a esa persona sin comerlo ni beberlo. Cojonudo. Lástima que sea mi vida, porque esto promete. ¿Qué harías, amigo brandy? «Apaga el teléfono, no vaya a ser que te llame y la cague», me susurra la copa mediada. ¿Y cómo le llamo? Antonio Mercero padre viene a mi rescate en un recuerdo fugaz de la película que traumatizó mi inocente adolescencia. Una cabina de teléfono. Mira, aunque están en extinción justo debajo de casa tengo una. «Demasiado evidente, ¿no?», me contradice el brandy. Y yo le respondo que de perdidos al río, porque la llamada va a quedar registrada sí o sí desde una cabina telefónica de mi ciudad, que no es grande precisamente, aunque acepto conducir hasta la otra punta (total, me pilla de paso rumbo a Lisboa) para llamar desde una cabina más lejana. O, qué hostias, ya que toca 50carretera y manta puedo llamarle después de media hora de ruta. «No era tan difícil, ¿verdad?», me sonríe el último trago. Dicho y hecho, pero con truco. No apago el móvil, solo bloqueo el número de Manuel y lo dejo en la mesilla. No es nada personal, pero necesito que me puedan geolocalizar en casita si la cosa se complica. Busco algo de dinero, los ahorros del bote de galletas. Y a la carretera, con un viejo mapa en papel que me ayude a evitar la ruta principal y sus cámaras delatoras. Hora y media más tarde (lo siento por Manuel, se me ha pasado el tiempo volando) localizo en un pueblo fronterizo con Portugal un teléfono público. Marco el número de memoria. «Voy para allí, no te preocupes», le prometo tras oír su voz temblorosa. Consigo evitar que me cuente los detalles y le arranco la dirección donde están. Bueno, donde está él y el difunto. A ver si empiezo a acostumbrarme a esto. Al cruzar la frontera con el país vecino siento algo intenso, supongo que es la sensación de haber traspasado la línea. Fíjate, un antiguo policía reconvertido en literato de medio pelo pasándose al lado oscuro. Irónico, cuanto menos. No sé qué me voy a encontrar cuando llegue, ojalá una fiesta sorpresa con globos, tarta y un cartel de «te lo has creído». Pero yo no soy un tipo con suerte. No, tendré que hacer de tripas corazón y ver cómo salvar los muebles. Es lo que se hace por los amigos, ¿no? Conducir por Portugal se complica en cada cruce de caminos, y aquí el mapa ya no ayuda mucho. Si tuviera al menos el GPS… 51¡Pero qué digo! Voy por carreteras de mierda para esquivar cámaras y peajes, y el móvil está en casa por algo. Toca apechugar si quiero no dejar rastro. Cuatro casas a la derecha, campo a la izquierda, otro desvío y un camino de cabras como opción adicional. Empieza a amanecer cuando asumo que estoy perdido. Y cansado. Muy cansado. No me extraña. Soy dormilón por naturaleza, con escasas responsabilidades, por lo que me puedo permitir holgazanear hasta las once de la mañana y acostarme a las dos abrazado a un buen libro. Así que despertar con el susto en el cuerpo sin haber dormido apenas para lanzarme a la carretera me está pasando factura. Me falta cafeína y me sobran kilómetros. Paso otro pueblo, este de siete casas y, sin apenas darme cuenta, me adentro en la bruma del sueño y en el sembrado de algún vecino. Despierto de pronto y, del susto, pego un volantazo. Derrapo. El coche hace un giro completo, dejando un bonito surco en la tierra. Piso el freno. Apago el motor. Hiperventilo. Lloro. ¿En qué lío me estoy metiendo? Y no me refiero a que salga el dueño del campo a pedir explicaciones. No. Se trata de lo otro. De que estoy en tierra de nadie para hacer… Joder, creo que para hacer desaparecer un cadáver. ¿Y no he hablado antes con una copa de brandy? ¿Cuándo he perdido la cabeza de esta manera? ¿Y el coche? ¿Me lo he cargado con mi paseo campestre? El motor arranca, el volante gira y, gracias señor, las ruedas 52obedecen. Parece que ninguna ha pinchado. Pongo la marcha atrás con cierta vergüenza y regreso a la carretera. Café. ¡Mi reino por un expreso triple! Aún tengo que esperar un cuarto de hora para que el deseo se cumpla. Hacer caso de los carteles más grandes me ha llevado a una carretera de dos carriles, y de ahí a una especie de autovía donde me dejó acompañar por algunos madrugadores. Leches, que tampoco es tan pronto. Las ocho ya. Y sigo sin tener ni idea de dónde estoy. Pero la recompensa es un oasis en medio del asfalto, un área de servicio con restaurante y hasta habitaciones disponibles. Conduzco con cuidado entre camiones aparcados y dejo el coche lo más alejado posible de la entrada. ¿Las cámaras de dentro? ¡Me importan un bledo! ¡Café! ¡Café caliente y un jergón donde descansar! Manuel puede esperar un poco más, total, Ismael no se va a marchar. Mi propia risa cínica me asusta. Y entonces la veo. Me froto los ojos, creyendo que es una alucinación. ¡Una cafetera autoservicio de Starbucks! Había oído hablar de gasolineras que tenían una de esas, pero siempre creí que era una leyenda urbana. Busco monedas por todos los bolsillos. Con ese botín me da para tres expresos, que coloco en una bandeja y ocupo una mesa. ¡Ah! Café solo sin azúcar. La poción de los dioses. El primero, al estilo italiano. De trago. Me arde la garganta. Me siento por fin vivo. 53De joven jugaba a intentar adivinar el futuro en los posos del café. Era un buen truco para fracasar en la primera cita. Pero ahora, al ver el fondo del vaso, empiezo a darme cuenta de lo que me espera. Manuel lleva ya, por lo menos, unas cinco horas con el cadáver de Ismael al más puro estilo Delibes. Seguro que ha tenido tiempo de calmarse y reflexionar sobre lo que ha ocurrido y los motivos. ¿Acaso Ismael roncaba demasiado? ¿Discutieron sobre el sitio donde ir a cenar? ¿O tal vez no estaban de acuerdo con su ruta de turismo? Vale, Ismael podría ser un poco insoportable (o mucho), pero algo en el segundo café que acabo de arrojarme por la garganta me dice que igual tampoco merecía morir. «Que Manuel tiene momentos en los que es para darle de comer aparte», se chiva el tercer expreso. «¿Y él haría esto por ti?». Le doy la razón y un largo trago. ¿Me he precipitado un poco en la decisión de ir en su auxilio ? El culín de café que queda en el vaso es tajante. «No lo has pensado con claridad, igual estabas un poco dormido». Sus palabras me sonrojan, y me imagino el recibimiento de Manuel cuando llegue por fin a Lisboa. Un «ya era hora, creía que me ibas a dejar tirado» tiene muchas papeletas, pero me entra un escalofrío al pensar en un «te juro que no ha sido cosa mía, él ha tenido la culpa». ¡Que ha muerto una persona! Gracias al café, tengo el cerebro a pleno rendimiento. Sopeso pros y contras de ser cómplice de asesinato. Yo, que hace unos años 54perseguía esos delitos, ¿estoy dispuesto a cruzar la línea? ¿De veras? Manuel es mi amigo, sí. Le tengo mucho aprecio. Hemos compartido momentos épicos, pero también otros algo desagradables, aunque en el fondo es buena gente. Y también un asesino. ¿Puedo justificar eso? Llevo horas creyendo que sí, pero ahora… ¿Cómo se vive después de segar una vida, o de ayudar a que alguien salga impune de eso? Ismael tenía sueños, aspiraciones en la vida. Gente que le querría. ¿Es justo jugar con su dolor? ¿Es justa su muerte? «No», corean los tres vasos vacíos. Antes dije que hay quien merece la muerte. Quizá me equivoqué. Quizá estaba aún medio dormido. Quizá soy idiota. Pero lo que tengo claro es que nadie merece el privilegio de arrebatar una vida. Yo ya solo valgo para los crímenes de papel y tinta. ¡Y me doy cuenta ahora! ¡Hay que joderse! No soy tan canalla como para delatar a Manuel. Siento que, a pesar de todo, le debo algo. Pero no tanto. Tendrá que apechugar con lo que ha hecho, buscar una buena defensa y someterse a la justicia. Espero que lo entienda, aunque difícilmente lo sabré. Yo me bajo aquí de esta historia. El desenlace tendrán que escribirlo otros. Camino hasta la zona de tienda del área de servicio para buscar un mapa y una guía de viaje. Siempre quise ver Oporto y pasear por 55los rincones de la Livraria Lello. Ya que he llegado aquí, mejor aprovechar el viaje. Total, por hacer unos kilómetros más… Daniel González (Vitoria, 1988) es escritor y periodista. Tras una década en medios de comunicación como el diario EL CORREO y la Agencia EFE, su pasión por la literatura le llevó a trabajar en una librería de Vitoria. En la actualidad está volcado en la creación literaria. Atesora varios galardones por sus relatos y artículos, y su novela En el fondo del vaso (Editorial Caligrama, 2017) fue finalista del XI Certamen nacional de Novela Corta para Jóvenes Escritores “Valentín García Yebra”. 56Cruce de caminos Ignacio Condés Obón 1. Disuelve bien el producto, no tiene olor ni sabor, pero mejor si usas algo que no sea agua, para que sea imposible detectarlo. No utilices un recipiente muy grande, así la concentración será la adecuada. Whiskey servirá. Muy importante, la mezcla no debe hacerse más de tres horas antes del momento previsto para su consumo, y asegúrate de que beba un buen trago. Con esta cantidad podrías matar a un oso, pero solo si se la toma. 2. Quizá lo mejor sea un lugar situado a gran altura, pero evitando las aglomeraciones, no vayas a escoger el Empire. Uno de los apartamentos de alquiler por horas de la torre es lo ideal. Si haces que beba antes, todo será más fácil, y más creíble. Asegúrate de que nadie pueda verte, y, en cuanto estéis a solas, un buen 57empujón, no dudes. Que no haya posibilidad de que se agarre a nada, debe parecer que se ha precipitado. 3. —No te quedes ahí de pie como un pasmarote, pasa. Y cierra la puerta, antes solía tener un camerino para mí sola, pero eso era antes. ¿Cómo has dicho que te llamas? —Cincinnati. —¿Ese es tu nombre o el lugar donde perdiste los buenos modales? ¿Desde cuándo se ha perdido la costumbre de quitarse el sombrero delante de una dama? En cualquier caso, me parece fascinante. Una vez conocí a un tipo que se llamaba Detroit, nunca he visto a nadie con tanta suerte. ¿Cómo andas tú de suerte? El camerino estaba medio iluminado y tranquilo, solo había dos chicas más al fondo, concentradas en el espejo y en sus cigarros, retocándose el maquillaje y charlando. La luz, procedente de las bombillas que rodeaban el reflejo de su imagen, llegaba hasta la puerta de entrada, filtrada a través del aire, denso y translúcido, color humo. De fondo se oía la música amortiguada del club. —No creo en la suerte, y no creo que ella crea en mí. Soy tu conductor, parece que tienes un admirador. Si has terminado, tengo el coche en la calle de atrás. 58—No tardo nada, ¿quieres una copa? Toma, no tengo hielo, pero puedes pedirlo fuera. No estoy segura de cuál es el admirador que te envía, tengo muchos. Por lo planchada que llevas la raya del traje, debe haberte mandado Mitch. Llenó dos vasos. El líquido a media luz era oscuro como el café. Se acercó un vaso a la boca, dio un sorbo y torció el gesto. Devolvió el vaso a la mesa frente a los espejos, y se apoyó de nuevo en la pared, dejando que el sombrero ocultara su mirada. —Espero que las actuaciones no estén al nivel del whiskey. —Son los clientes los que no están al nivel de la actuación. Está claro que no vienes mucho por aquí. —¿Lista? Ella apuró de un golpe su vaso y sonrió al pasar por delante de él, para salir por la puerta. Él hizo un gesto con la cabeza a las chicas del fondo, a modo de despedida, y salió tras ella. La música inundó el pasillo, como una ola que avanzaba hacia ellos. El sonido profundo del bajo, y sobre él, una melodía de piano. Por encima, una voz quebrada y única. —Que zorra Lys. Y qué bien canta. Hoy no me echarán de menos. El pasillo giraba a la derecha, en dirección contraria a la sala. Por un resquicio de luz de color rojizo, que se escapaba entre los telones que separaban la sala del pasillo, pudieron adivinar la figura de una mujer atractiva, vestida de color nácar, desmayada 59sobre un piano inmenso de cola. Salieron por la puerta lateral, la calle estaba mojada. Parecía como si hubiese llovido. Lo más seguro es que el camión municipal hubiese pasado regando las calles, por lo irregular de los arroyos que descendían por la avenida. Así eran las cosas en esta ciudad, todo se parecía a algo que de verdad merecía la pena. Llegaron a la calle justo detrás del club. Desierta. Señaló con la vista un ascensor enorme que parecía pintado de óxido. —¿No tenías el coche aparcado aquí? —En el parking. Planta 13. —Desde luego que no crees en la suerte. Desde la planta 13 la ciudad parecía flotar, la luz que emitía temblaba, y hacía que pareciese cambiar de tamaño, muy ligeramente, pero de forma constante. Se oía el sonido incesante del tráfico cruzando el puente, y sirenas. Siempre las sirenas, anunciando algún desastre. Ella se asomó y colocó un cigarrillo entre sus labios. —Nunca he sabido si las sirenas indican que algo horrible va a ocurrir, como una premonición, o que algo grave ya ha ocurrido. Él se acercó por detrás. Su silueta se recortaba como un edificio más. Parecía fundirse con la oscuridad de los bloques poco iluminados. Apoyó una mano en la barandilla, pensativo, y alargando su brazo, encendió el cigarrillo. 60—Hay señales de alarma y señales de socorro, así que supongo que ambas cosas ocurren al mismo tiempo. 4. Se hace llamar Cincinnati. Siempre de traje, siempre impecable, siempre con sombrero. Pero no te confundas, no tiene escrúpulos. Trabaja para nosotros desde hace algún tiempo, así que conoce bien el Club, aunque va siempre a su aire. No habla demasiado, y sonríe aún menos. Le diremos que tiene que escoltarte hasta uno de los apartamentos del señor Torino. Toma, aquí tienes la llave. Él conoce también la dirección. 5. El nombre no te dirá nada, pero su apellido debería sonarte. Es la hermana de Stela, la chica que liquidaste la semana pasada, por si ya te habías olvidado. Trabaja en el Club, si llegas con tiempo no te pierdas su número, puede que incluso a alguien como tú le entren las dudas. El jefe es un gran admirador suyo, y la citará para que se vean esa misma noche, al terminar el primer pase. Creo que es de California. Se llama Vega. 6. 61—¿Y no has llegado a ver mi actuación? Es una lástima, no canto tan bien como Lys, pero, para mi gusto, mi reportorio es más apropiado para esa banda. Esta noche interpreté un tema tan sensual, que la temperatura subió un par de grados, en serio, hubiese deshecho el nudo de la corbata al mismísimo Sinatra. El coche se deslizaba por las calles mojadas, primero directo hacia el este, y luego girando hacia el norte, y otra vez al este. Cincinnati no paraba de mirar por el espejo retrovisor y murmurar para sí mismo. —He reservado lo mejor para cuando estuviéramos fuera del club, esto sí es whiskey, —dijo Vega sacando una pequeña petaca metálica del bolso—, reserva de 15 años, el preferido de Mitch, perdón, del señor Torino, ¿es así como lo llamas, no? Vas a ver qué diferencia. —Nos sigue un coche desde que salimos del parking, ¿alguna idea de quién puede ser? —Esto es Nueva York, deberías asustarte si no hubiera ningún coche detrás. —No hago más que cambiar de dirección, créeme, nos siguen. Voy a intentar perderlo. Las calles giraban ahora a un ritmo aún más rápido, dejando detrás del coche el chirrido de las ruedas al apurar la frenada, antes de cada giro. Vega intentaba mantener la petaca en posición 62vertical, pero el vehículo se balanceaba con brusquedad. —Estás empezando a preocuparme. Vega miró hacia atrás, había más coches de los que podía contar, pero solo uno trazaba el asfalto pisando las huellas que ellos iban dejando sobre las calles mojadas. A pesar de la conducción agresiva, ese vehículo, de color indeterminado, les seguía de cerca. La noche se hizo más oscura, abandonaban las calles más transitadas cerca de Park Avenue y se acercaban al rio. —Hay que reconocerlo, Mitch sabe elegir a sus conductores. Pero nos va a hacer falta algo más. —En Manhattan va a ser complicado, ¿probamos Queens? —Eso es lo que él espera. Vamos a darle una sorpresa. En el próximo cruce gira a la izquierda, tan rápido como puedas. Cincinnati amagó a la derecha desde el carril pegado a la acera, y se puso en paralelo a un autobús, avanzó por un instante y viró de repente a la izquierda con un violento volantazo, cruzando por delante del autobús y esquivando, por poco, a un coche que atravesaba el cruce en dirección contraria. Apagó las luces, aceleró al máximo y volvió a girar a la izquierda, perdiéndose tras una esquina. —Ahora recto, ¡pisa a fondo! ¡Rápido! Avanzaron sin reducir la velocidad hasta un callejón estrecho, muy oscuro, y de repente, la calle desapareció bajo las entrañas de 63la base de un puente. —Joder, ¡frena! El vehículo esquivó el primer pilar, pero no pudo evitar el segundo, que arrancó con un ruido seco el espejo retrovisor, y finalmente consiguió frenar en seco al chocar contra unas cajas de madera, que saltaron por los aires. —¡Mierda! ¡El whiskey! —fue lo único que acertó a decir Vega. El golpe había sido duro, pero las cajas lo habían amortiguado, provocando solo daños menores en la parte frontal del vehículo. No obstante, no fue posible arrancar el motor de nuevo. Cincinnati abrió la puerta del conductor, accionó la palanca de apertura del capó, se quitó meticulosamente la chaqueta, la dobló con cuidado y la dejó en el asiento trasero, y, antes de ir a echar un vistazo al motor, agachó la cabeza, y con un gesto, indicó a Vega que se quedara dentro. Ella guardó la petaca en el bolso y se limpió como pudo la falda y los zapatos. No podía ver nada desde su asiento, solo escuchaba a Cincinnati murmurar alguna maldición. Y de repente, una orden. —Vale, ¡intenta arrancarlo! Accionó el contacto y el vehículo emitió un sonido crudo y metálico que se silenció en pocos segundos. El motor no arrancó. —¡Vuelve a intentarlo! 64Esta vez no hubo ruido alguno, salvo el tintineo de las llaves contra el contacto. Vega salió del interior, empezaba a hacer frío. Cincinnati rebuscó algo dentro de la guantera, cogió su chaqueta, y comenzó a caminar hacia las escaleras que conducían a la parte superior del puente. —¿Dónde vamos ahora? —preguntó Vega. —Lejos del coche, para empezar. Desde lo alto del puente se podía ver parte de la calle donde habían despistado al otro coche, y la salida del callejón por el que habían llegado hasta allí. No había ni rastro de los perseguidores. —Estamos al lado del bar de Joe, te invito a tomar algo —Dijo Vega, sin mirar hacia atrás. La ciudad parecía más tranquila vista desde allí, como si de pronto se hubiera dormido. Se podía adivinar la posición de la torre del aparcamiento desde donde habían partido hacía apenas unos minutos. Seguía sonando de fondo el ruido del tráfico, un zumbido continuo que lo cubría todo. El ruido de la noche, completamente distinto al sonido del día en la ciudad. El ruido de su respiración. —Tengo la extraña sensación de que solo me puedo fiar de ti, no me falles —murmuró ella. Cincinnati se aproximó por detrás, extendiendo los brazos y elevándolos a la altura de los hombros de Vega, y con un gesto 65suave, le colocó su chaqueta sobre ellos. —Vaya, ¡gracias! ¿Esto es por lo que te dije antes en el camerino? —Vamos. Necesito esa copa, y hacer una llamada. 7. Se ha vuelto descuidado. En su último encargo dejó algunos cabos sueltos, demasiados. El caso es que esos errores nos están complicando las cosas de verdad. Supongo que a todos nos pasa. Llega un momento en que todo lo que hacemos, por excitante y novedoso que fuese al principio, se convierte en rutina. Y perdemos la ilusión, y ya no le damos suficiente importancia a la satisfacción que produce el trabajo bien hecho. Sería una pena que esto mismo llegase a ocurrirte a ti. 8. Sabíamos que tenía una hermana, pero nadie imaginaba que fuese a resultar una amenaza. El caso es que sabe demasiado, y si no hacemos algo pronto, acabará contando lo que sabe a alguien más. Seguro que coincides conmigo en que es injusto. Solemos pensar que el conocimiento es la garantía de tu propia seguridad. Pero créeme, es mejor no saber nada en absoluto Si de verdad quieres 66estar a salvo, intenta olvidar lo que sabes al acabar. 9. El bar de Joe era el lugar donde la gente que no quería ser reconocida y la que quería exhibirse, se reunían por igual. El lugar tenía fama de olvidar con facilidad a los clientes que pagaban bien, y de convertirte en memorable por idéntico precio. También era el local con mejor whiskey de la ciudad, más de cien variedades, lo cual siempre ayudaba, no importaba cuál de los dos propósitos te hubiera llevado hasta allí. Se sentaron en la barra y, durante un largo instante, no dijeron nada en absoluto. Observaban a la clientela de aquella noche, pensativos, ambos buscaban algo. Ninguno pareció encontrarlo. —Voy a llamar para que nos manden otro coche, pídeme una cerveza. —Mejor cogemos un taxi, esto no me gusta. —Pensé que no lo dirías nunca. Solo avisaré de que llegaremos más tarde, tranquila. Pidió dos cervezas y vació el bolso sobre la barra, buscando algo. Encontró finalmente un espejo pequeño y comprobó el estado lamentable de su maquillaje, a la vez que vigilaba lo que sucedía a sus espaldas. El camarero sirvió las bebidas, y ella apartó la suya, después de darle un trago largo. Un cliente se acercó por su 67derecha, haciendo grandes aspavientos. —¡Vega!, qué alegría encontrarte, ¿qué haces que no estás en el Club? —¡Detroit! No puedo creerlo, hará unos minutos que le hablaba a un amigo de ti. Hemos venido a tomar algo. ¿Cómo te va todo? —No puedo quejarme, si alguien como tú se acuerda de mí. Sigo en lo mío, de aquí para allá, ya sabes. —Seguro que andas con algo grande, venga. Era la clase de persona que está deseando que le preguntes, para poder negarse de manera muy aparatosa a contarte nada. Pero esta vez envolvió su negativa en una larga lista de lugares comunes, sobre la información peligrosa que él manejaba y los grupos de poder que controlaban la ciudad. En pocos minutos su argumento desvarió de tal manera, que alguien podría haber pensado que deliraba. Parecía nervioso, preocupado por revelar demasiado, pero incapaz de contenerse. —No puedo decirte nada más, pero estoy muy cerca. Muy cerca. “Ellos” solo quieren jugar a su “Juego”, somos todos peones en su partida. Pero esta vez voy un par de pasos por delante. Por cierto, ¿no serás por casualidad de Arizona? No, qué tontería, bueno, tengo que irme. —¿Qué juego? —Todo lo que ocurre en esta ciudad es una partida organizada por 68“Ellos”, es muy fácil comprobarlo. Y sin decir más se despidió y se fue apresuradamente por donde había venido. Vega se sentía, de pronto, alterada por un motivo que no acaba de entender, y que nada tenía que ver con el trabajo que le habían encargado. Comprobó que la bebida de Cincinnati seguía allí, intacta, pero él no había vuelto. Mucho tiempo para una sola llamada. Volvió a meter todo en su bolso. Todavía pasó un rato hasta que su acompañante regresó. —No he conseguido contactar con nadie, mejor nos vamos — dijo, y tomando su cerveza, bebió un trago largo. —Mejor, sí. 10. Cuando llegues al apartamento, que estará vacío, enciende la luz de la lámpara pegada a la ventana, la que está junto al sofá. Estaremos vigilando. El señor Torino, o alguien en su nombre, llamará por teléfono. Contesta de manera natural, te dirá que está de camino, que la cita sigue en pie. Esa será la señal de que el plan sigue adelante. No lo hagas hasta que no te lo confirmen por teléfono, ¿está claro? Espera la confirmación. 11. 69Se bajaron del taxi dos calles antes del destino. Apenas hablaron. Subieron hasta el apartamento, ella sacó la llave y abrió. No había nadie. Se quedaron a oscuras durante unos minutos. Ella fue hasta el salón, sirvió whiskey en dos vasos y salió a la terraza. Las vistas eran magníficas. La misma ciudad desde un nuevo ángulo. El mismo zumbido profundo. —¿Crees que nos dejarán tomarnos la copa en paz? Cincinnati se aproximó despacio, sin hacer ruido, solo le delató el sonido metálico al martillear el revólver. Vega se volvió confiada. —Si es el arma que guardabas en la guantera, tengo todas las balas en mi bolso, ven, toma una copa y hablemos. Él bajó el arma, y, por primera vez, sonrió. Se acercó despacio, le gustaba más la vista que habían tenido cuando estaban en el puente. Acababan de dar esquinazo a aquel coche, ella llevaba puesta su chaqueta sobre los hombros y todo parecía posible. Tomó su copa y la vació despacio sobre una maceta. —¿Cuánto te pagan? —Seguro que menos que a ti —dijo ella, y también sonrió— no necesitamos ese dinero, ¿no crees? —¿Y qué se supone que vamos a hacer? —Solo sé hacer una cosa, pero se me da bastante bien. 70—Tampoco cantas nada mal. —Así que sí que viste mi actuación, ¡lo sabía! Sonreía, para sí misma, bebió un trago largo de su vaso. —No hay rotondas en Manhattan. —¿Y qué coño significa eso? —Que una vez que coges una calle, quizá puedes girar a derecha o a izquierda, pero no puedes dar la vuelta. —Esta ciudad nunca dejará de sorprenderme. ¿Nos vamos? El teléfono del apartamento todavía sonaba cuando el sonido de sus pasos se fundió con las últimas sombras de la noche. Ignacio Condés Obón. Nacido en Madrid en 1974, es Ingeniero Aeronáutico de profesión, y le apasiona la escritura, tanto la prosa como la dramaturgia. Ha colaborado con el grupo de teatro No Es Culpa Nuestra, la compañía Tela Katola, las salas Matadero 3 Teatro y La Madrilera; ha escrito monólogos de stand-up para Paramount Comedy, y es el autor de la serie de ficción, en formato podcast, Halley 86. Además, su afición a la Ingeniería de Sistemas le llevó a dar clases en el Master de Integración de Sistemas Aeronáuticos, de la Universidad Carlos III. Tocó el bajo eléctrico en el grupo Mother Knows the Truth y colabora con el canal de juegos de mesa 221B. Actualmente está preparando un nuevo montaje de teatro, del que es autor y director, y prepara una antología de relatos cortos sobre Nueva York. 71La muerte de mamá Isaac Belmar García Mamá ha muerto. Yo voy en el asiento del copiloto y no me dejan abrir la ventanilla. —Si tienes calor, te pones el aire como quieras, pero no voy a respirar esta ciudad un segundo más de que lo que tenga que hacerlo. Lorca es así, apellido de poeta que no ha abierto un libro, pero sí unas cuantas cabezas. En el asiento de atrás, cada uno se emboba en su ventanilla e ignoran mi calor y mi muerte. Marco Lobo, mi primer compañero cuando era un novato recién escupido por la academia, mira a su derecha. Víctor (no sé su apellido), a su izquierda. Es medianoche. Las luces de la ciudad pintan sus rostros al pasar y no han dicho nada desde que salimos, sólo Marco Lobo ha murmurado que sentía lo de mi madre antes de 72subir al coche. Me ha preguntado si estaba bien y sólo hay una respuesta posible: «Sí, no te preocupes». No sé en qué pensará ahora Marco Lobo, siempre he creído que, al igual que el resto de los que me acompañan en el coche, está bendecido por las cosas simples: algo que comer, algo que comprar, algo que follar. Poco más de lo que preocuparse. Siempre creo que mis compañeros son felices, pero me acuerdo de Lara y lo que decía: «A todos nos une la experiencia del sufrimiento y la creencia errónea de que los demás lo padecen menos». Lara siempre tenía razón y no sé si eso le sirvió de algo. En esta hora, supongo que debería estar acompañado de familia y amigos, llorando la muerte de mamá y recibiendo consuelo por compromiso, pero me rodeo de desconocidos que sólo tenemos en común noches como esta y no sé si lo del sufrimiento, querida Lara. De verdad que a Marco Lobo no lo vi temblar, temer o llorar en aquellos días de novato, limpiando todo el rato la placa de policía hasta que llega ese momento en que dejas de hacerlo y la mierda se va acumulando en los resquicios. No pude adivinarle un día especialmente malo y nunca hizo falta preguntarle si estaba bien o necesitaba algo. Tampoco lo vi sonreír. Vivimos en nuestros pensamientos hasta que Lorca detiene el coche. Hemos llegado a una pequeña arteria necrosada que surge del corazón del barrio de Nazaret. Entonces apaga las luces y 73observamos la calle desierta, después tiramos de los pasamontañas hacia abajo para cubrirnos el rostro y sólo somos cuatro enmascarados que salen del coche y pisan mierda, papeles y jeringuillas. El camión de la basura no pasa mucho por aquí, también le roban. Lorca y Lobo van los primeros, pero me adelanto y los aparto un poco, porque esta puerta es mía y la echo abajo de una patada. Amo el ruido de astillas y la sensación cuando cede ante mí. A veces pienso que escogí este trabajo sólo para poder hacer esto y lo echo de menos desde que aprobé los exámenes de inspector. Después, llega un instante de furia. Al entrar con las barras y las extensibles, pisamos un hormiguero. De las tinieblas del narcopiso surgen un puñado de zombis, con la mirada perdida y la carne seca. Se lanzan en nuestra dirección, pero no vienen a por nosotros, huyen pasando a nuestra derecha y nuestra izquierda. Igual que un rebaño, no saben lo que pasa, pero corren sin preocuparse de quien tienen al lado, alguno lleva el pico en la vena y nunca había visto huir a un bosque de árboles secos. Hay una chica que es todo mirada, porque el resto de la cara se ha consumido y llagado. Me recuerda a Isabel, los ojos más bonitos, eran azules y podían iluminar hasta noches como esta. Cuando pasa por mi lado, ella también me mira, lo hace un poco como aquellos días en los que éramos niños y jugábamos a un amor inocente y un futuro juntos, ya ves tú. Ninguno pudo salvar al 74otro, ahora se le ha apagado el azul y los párpados están llenos de pinchazos. Me giro para verla desaparecer por la puerta. ¿Eras tú, Isabel? Lorca azota con la extensible un par de bombillas del local que estallan con el golpe y nos dejan en penumbra. Ha reconocido a quien buscamos y, cuando pasa por nuestro lado hacia la puerta, detiene su huida agarrando el cuello con su enorme manaza enguantada. Eleva su peso en el aire como el de un pelele y lo estrella contra el suelo levantando polvo y mierda. —Fideo, hijo de puta, sigues vivo cuando para muchos ha sido su última hora. Esta vez ha sido también la tuya, mamá, y Lorca siempre tiene cierta poesía cuando amenaza, porque hay un destino en el nombre y no te puedes librar del todo de él. Este es el consuelo tal y como lo entienden mis compañeros, su forma de hacer que me sienta un poco mejor incluyéndome en sus cacerías. La demostración de que, en el fondo, me aprecian y reconocen como de los suyos, aunque siempre digan que no. Han estado guardando este momento para hoy y lo agradezco. Esa sabiduría de las cosas sencillas que poseen dice que un clavo saca a otro clavo y una muerte saca a otra. Fideo se retuerce en el suelo de dolor, pero es el truco más viejo del mundo para buscar la navaja que lleva escondida. En cuanto destella en su mano, 75vuelvo a la vida y la aplasto con mi barra. Noto a través del metal cómo crujen los dedos y ceden con el golpe, esa pequeña vibración me devuelve un poco de propósito. Fideo grita. El ejército de los muertos se ha marchado y el último era educado, entornó la puerta que reventé, dijo que él no había visto nada, que disculpas por el desorden y que tengamos una buena noche, agentes. Claro que saben quiénes somos, pero hace cuatro calles que nada importa. Miro a mi alrededor con la linterna, estamos en el bajo comercial de una inmobiliaria que nació y murió al calor de la burbuja. Que se joda. Todo está lleno de basura, igual que cuando estaba abierta. El escaparate roto está mal tapiado con tablas, hay cajas de pizza y una última bombilla que parpadea al fondo, enganchada a la general de la calle. También latas de cerveza, botellas rotas, sangre y agujas. Hay alguien más, un tipo enroscado sobre sí mismo en la penumbra. Voy a mirar, pero Víctor me detiene y va a darle un par de patadas flojas y tocarlo con su extensible. El hombre se desparrama por el suelo como un pelele y Víctor agita la mano ante la nariz por el olor. Rodeamos a Fideo, que pide clemencia como el puto cobarde que es. Siempre me fascina esta parte, la del ruego y la negociación, la de cómo estos mierdas piden por favor y lloran, mientras reían cuando otro ser humano les imploraba lo mismo a ellos. No hay 76coraje entre criminales y los odias un poco más cada día por eso, estás harto y crees en los que susurran que el mundo es mejor sin muchos. Dios pudo haber hecho esto de otra manera, pero no se molestó y algunos tenemos que hacer su puto trabajo, ya que él no se digna. Lobo pisa el cuello de Fideo. Le encanta hacer eso, no sé qué de San Miguel y la serpiente. Aman esas mierdas de ángeles vengadores. —¿Sabes rezar, Fideo? —pregunta—. Da igual, Dios no puede escucharte. Eso es verdad. Antes podía, según Lara, pero ahora ya no, Dios también se ha hecho viejo y agoniza medio sordo y medio ciego. Al terminar, se me ocurre preguntar si estábamos seguros de que se trataba de Fideo. Lo hago cuando es demasiado tarde, porque no necesitaba otra desilusión hoy y que me dijeran que averiguarlo me correspondía a mí, que soy el que aprobó los exámenes y los dejó en la mierda. Pero es que verás, Marco Lobo, hoy he enterrado a mi madre y no he tenido tiempo de mucho, así que quizá no fuera Fideo después de todo. —¿No? ¿Y qué más da? Lo que envidio de ellos no es la seguridad con la que responden o caminan, es que todo les importa una mierda y hoy dormirán con una placidez que la mayoría ha olvidado. Creo que yo también lo 77haré. Un día, ante el ordenador y con los auriculares puestos (pero apagados), escuché una conversación entre Víctor y Lorca, que se acodaban en la máquina de café. No pretendía espiar, es que les daba igual que alguien pudiera escucharles. Lorca hablaba de que su abuela le enseñó que no se puede burlar a la muerte, pero se puede tratar con ella. Que si viene a por ti, puedes aplacarla entregándole a otro, porque le damos exactamente igual, como a Dios, le aclaró la muerte a su abuela. Esa muerte también tiene que responder ante alguien que no conseguí escuchar quién era y, con sacrificios, calmas el hambre de la parca. Así que la muerte te mira porque eras el nombre anotado en el papel, pero lo tira al suelo y te deja en paz, harta e hinchada como una garrapata por lo que has hecho. Disimulé ante la pantalla como si me interesara lo que había en ella, sujetándome la barbilla con una mano y esperando a que Víctor riera o le dijera a Lorca que estaba loco. —Tiene sentido lo que dice tu abuela. —Los miré de reojo, Víctor daba vueltas a su café asintiendo con la cabeza y chupó el palito de madera antes de tirarlo a la papelera. —Pues claro que tiene sentido. Y ciento dos años. —¿El qué? ¿La muerte? —Mi abuela, coño. Ya te digo que se come los turrones otra vez y 78nos entierra a todos. —¿Ciento dos? —Volvió a asentir pensativo. —Y si la ves, no parece tener más de setenta. —A ver si vamos a tener que detenerla por lo que haya enterrado en su jardín. Se rieron un poco con la medio broma y se marcharon con el paso tranquilo, el uniforme impecable, la espalda recta. Dos buenos nietos que siempre hicieron caso a sus abuelas. Envuelven en plástico al cabrón que decimos que es Fideo. Lorca caza estos sacrificios en la ciénaga porque ya me dijo una vez que como su yaya no había ninguna y hará por ella todo lo que ella hizo por él. Que cuando sus padres se mataron (eso lo compartimos, creo que Lorca siente una extraña solidaridad conmigo por lo de papá y mi hermano hace años) ella le crio, le dio juguetes cada día de Reyes aunque no pudiera, pasó hambre en la cocina mientras él comía en la salita sin saberlo: «Yo es que ya he tomado algo, cena tranquilo, hijo». Nadie le dijo esa última palabra con más amor y Lorca es quien es gracias a ella. Ahora mismo, un policía honrado que carga un muerto como un fardo y enfilará hacia ese lugar en la Albufera, donde los amaneceres y los atardeceres son preciosos. Víctor limpia pruebas, las mete en una bolsa y silba una canción alegre. Me pregunto si yo podría haber hecho algo así por mamá y 79que el cáncer no la comiera por dentro. Me lo pregunto ahora, demasiado tarde, igual que lo de si estábamos seguros de que era Fideo. Isaac Belmar, escritor valenciano, ha publicado varias novelas (Perdimos la luz de los viejos días, Tres reinas crueles) y multitud de relatos en antologías y revistas, algunos de los cuales le han valido varios premios. Su primer cuento, Esperar es lo que más odio (2007), formó parte del libro 13 para el 21 de nuevos escritores. Desde entonces, se ha dedicado a la escritura, tanto por amor, como por dinero. 8081