Una vez fui a matar a un hombre. En otras ocasiones, cuando era más joven, había seguido a mi objetivo por callejones iluminados por letreros de neón de Tokio, había visto el sol ponerse sobre la mezquita de las Nueve Cúpulas y había esperado en el muelle del centro de Estambul mientras las lágrimas de una mujer caían como la lluvia.

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Esta vez estaba más al este, donde el mar Egeo confluye con el Mediterráneo y el sol turco cae a plomo sobre una cadena de islitas.

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La más pequeña de todas era también la más remota; las olas rompían contra los restos de un carguero varado en un arrecife, peligrosas corrientes recorrían cuevas ocultas, y un pueblo pesquero, cuyos barcos de madera habían desaparecido hacía ya tiempo, ahora no era más que unas ruinas.

Desembarqué a finales de primavera; me llevó a tierra el capitán egipcio de un carguero de vapor que fue lo bastante sensato como para no hacer muchas preguntas. Todavía recuerdo la brisa en el rostro y el embriagador olor a agujas de pino mientras avanzaba por un bosque en silencio, como he hecho la mayor parte de mi vida laboral, buscando siempre las sombras.

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Mi objetivo ese día era un hombre valiente, de eso no cabía la menor duda, supuestamente un alemán de Nuremberg — esa antigua y bonita ciudad impregnada de tanta historia sombría—, y cuando lo sorprendí en la cocina de su solitaria villa, ambos supimos que había recorrido una larga distancia, tanto en kilómetros como en años, para llegar a tan letal encuentro.

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Por aquel entonces yo formaba parte de la Agencia, y durante muchos años mi nombre en clave había sido Kane. Cinco años antes, el alemán había sido un activo leal del servicio de inteligencia estadounidense en Teherán. Lo que nadie sabía, aunque no se tardó en averiguar, era que el hombre trabajaba en secreto de contratista para los rusos. Da la impresión de que de un tiempo a esta parte todo se ha externalizado, incluso el espionaje.

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FICHA

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Título: ‘El año de la langosta’

Autor: Terry Hayes

Género: Thriller

Editorial: Planeta

Páginas: 848

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Un tranquilo lunes por la noche salió a cenar tarde al bistró del profusamente dorado Espinas Palace Hotel de Teherán, y en el aseo de caballeros reveló el nombre de diez de nuestras fuentes iraníes más valiosas a un representante de Moscú.

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En el mundo del espionaje es de sobra conocido que las agencias de espías de Rusia e Irán han trabajado codo con codo durante años, de modo que era inevitable que la lista de nombres acabara en manos de la PAVA, la brutal policía secreta iraní. El resultado fue que nuestra red — creada a lo largo de muchos años a un elevado precio en vidas y dinero y, lo que era más importante aún, una vital puerta trasera al programa nuclear iraní— quedó destruida en cuestión de horas.

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Incluso para la CIA, una organización que había sufrido bastantes fracasos, se consideró un desastre absoluto.

Las consecuencias para los ocho hombres y las dos mujeres a los que se desenmascaró debido a la traición de nuestro activo fueron mucho más catastróficas: comparecieron ante un juez en un juicio nocturno y al día siguiente unos operarios comenzaron a montar tres enormes grúas torre en una de las plazas más grandes de Teherán.

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Si bien los transeúntes no prestaron mucha atención al principio, su finalidad no tardó en ser evidente: asegurarse de que la mayor cantidad de personas posible pudiese ser testigo de cómo se hacía cumplir la sentencia dictada por el tribunal. En muchos países de Oriente Medio no basta con castigar a la gente: es preciso lanzar una advertencia a todo el mundo.

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Una vez erigidas las grúas, se acoplaron los brazos horizontales.

En el extremo de los brazos se afianzaron rollos de cuerda y, un día de primavera, tarde, cuatro furgones negros llevaron a los detenidos a la plaza. Mientras los minutos pasaban despacio, se izó a cada uno de ellos en una jaula hasta la parte superior de su propia grúa.

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Allí, bajo la mirada de la multitud que se había reunido debajo, miembros de la Guardia Revolucionaria obligaron a los aterrorizados hombres y mujeres a colocarse en una pequeña plataforma situada en el extremo de cada brazo.

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Colgaron del cuello de cada uno de los prisioneros un cartel que los identificaba como espías del «Gran Satán» y a continuación les pasaron por la cabeza un lazo, que en el país se conoce popularmente como la «corbata iraní».

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Gracias a la cuidadosa planificación, todos los que abarrotaban la plaza podían ver sin impedimento a las diez personas que se hallaban más arriba. Contra un despejado cielo azul, parecían estar suspendidas entre la bóveda celeste y la Tierra. Dadas las circunstancias, supongo que ahí era justo donde estaban.

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Un pequeño grupo de hombres y mujeres situados muy cerca de las grúas — probablemente familiares y amigos— estaba de rodillas, profiriendo lamentos y rezando. Miraron hacia arriba cuando un hombre de uniforme, un teniente coronel, se encaramó a uno de los furgones y habló en farsi por un megáfono, su voz resonando en toda la plaza.

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Leyó el nombre de cada preso, los cargos que pesaban sobre él y la sentencia.

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Por último, bajó los papeles y, alzando más la voz, pronunció una palabra que se traducía como: «Listo». Uno de los condenados — un hombre— la oyó y el valor le falló: empezó a gritar, pidiendo a Dios que lo salvara.

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El autor, Terry Hayes.

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El autor, Terry Hayes. STUART SIMPSON

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SOBRE EL AUTOR

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Terry Hayes nació en Sussex (Reino Unido) en 1951, pero se crio en Australia. Estudió Periodismo y trabajó como periodista de investigación, corresponsal político y columnista en Sídney, y como corresponsal del diario The Sydney Morning Herald en Estados Unidos. Escribió los guiones de un gran número de películas, entre las que se cuentan Mad Max 2. El guerrero de la carretera, Calma total, Mad Max 3. Más allá de la cúpula del trueno, Payback, Desde el infierno o Límite vertical.

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El año de la langosta es su segunda novela. Su primer libro, Soy Pilgrim (2013), fue un éxito de ventas internacional con más de 5 millones de ejemplares vendidos. Vive con su esposa y su familia en Lisboa.

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Como de costumbre, al menos según mi experiencia, su súplica no surtió ningún efecto. Con una rutina bien practicada, la Guardia Revolucionaria se adelantó y cada uno de sus miembros le puso la mano derecha en los riñones a un prisionero.

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Al ver este gesto, un silencio oneroso se impuso entre la multitud, y un niño de unos seis años se levantó de entre el grupo de amigos y familiares y miró a uno de los prisioneros — posiblemente su madre o su padre— y comenzó a gritar un nombre. A su lado una mujer lo obligó a sentarse de nuevo, el niño rompió a llorar y, después de lo que pareció una eternidad, el hombre del megáfono dio la siguiente orden: «Ahora».

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La Guardia al unísono empujó a los prisioneros. Diez pares de pies abandonaron las plataformas de madera y el gentío prorrumpió un grito ahogado involuntario. Los familiares y amigos vieron como llovían zapatos y sandalias cuando las víctimas cayeron.

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Precipitándose en vertical hacia la plaza, las cuerdas se desenrollaron deprisa tras ellos. Cuando llegaron a su tope, dieron un fuerte chasquido en el anclaje, los lazos se apretaron en torno a diez gargantas, los prisioneros pegaron un tirón hacia arriba y el cuello se les partió al instante.

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Nadie en la multitud dijo nada; lo único que se oía eran los lamentos de las familias mientras los diez cuerpos se balanceaban suavemente con la cálida brisa de Oriente Medio.

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No me sorprendió que la muchedumbre reaccionara con silencio.

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He tenido la mala suerte de ser testigo de unas cuantas ejecuciones — varias llevadas a cabo por un pelotón de fusilamiento, dos por ahorcamiento y una en una silla eléctrica, la de un anciano al que obligaron a «sentir el poder del rayo», como lo llaman los guardias del corredor de la muerte— y puedo prometer una cosa: el terror que refleja la cara de un hombre o una mujer cuando todo cuanto esperaba ser se desvanece en la eternidad no se olvida nunca.

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Su recuerdo aflora a las tres de la mañana, cuando todo lo que más temes en el mundo viene de camino, sube la escalera en tu busca.

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Varios días antes — en el aseo de caballeros del Espinas—, el alemán, en pago por la lista de nombres, había recibido un maletín que contenía una fortuna en bonos suizos anónimos al portador.

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No soy creyente — nadie ha podido decir nunca de mí tal cosa—, pero hace dos mil años san Pablo escribió algo que, una vez escuchado, no resulta fácil olvidar: «La raíz de todos los males es el amor al dinero». Sin duda, esa noche en Teherán lo fue.

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Desde el momento en que el traidor dejó su taza de café, un chubasquero viejo, dos colillas y un recibo arrugado de una tarjeta de crédito en la mesa del bistró, entró en el aseo, efectuó el intercambio, salió por un club de fumadores contiguo, se subió al asiento trasero de un mototaxi que aguardaba y desapareció en la ciudad, los analistas de la Agencia calcularon que transcurrieron noventa y dos segundos.

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Noventa y dos segundos para convertirse en multimillonario, aniquilar toda una red de inteligencia y firmar la sentencia de muerte de diez compañeros. Se mirara por donde se mirase, era un espía muy bueno. Un profesional independiente, hecho a sí mismo, que actuaba de manera nada convencional.

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Tal y como cabría esperar, la CIA — la organización con tantos defectos pero de vez en cuando brillante para la que yo trabajaba desde hacía doce años— efectuó numerosos intentos de dar con él, pero ninguno de ellos rozó siquiera el éxito y, puesto que diariamente salían a la luz cada vez más pruebas de su duplicidad, su fama fue en aumento hasta convertirse en una suerte de leyenda negra para la inteligencia estadounidense. Peor aún, los analistas de la Agencia ahondaron en el asunto y averiguaron que, a lo largo de los años, el hombre había adoptado tantas identidades falsas que la CIA finalmente se vio obligada a admitir un último y escalofriante hecho: no sabían quién era en realidad. Tal vez ni siquiera fuese alemán.

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