Llega la semana que viene la nueva novela a las librerías, y gracias a la gentileza de Penguin Random House podemos compartir con nuestros lectores el inicio de la que, posiblemente, sea la más proustiana de las novelas de Aira, al enfocarse en la recuperación del tiempo perdido en El Pensamiento.
Los lectores de Aira conocerán ya desde hace tiempo Coronel Pringles, su pueblo de origen, pero posiblemente desconocen que, dentro de Pringles, está El Pensamiento, una pedanía en los alrededores de Pringles que, entre otras cosas, fue el referente del único libro que llegó a escribir la madre de Aira, que eligió el título de esta aldea para titularlo.
Viaje al pasado cargado del habitual ingenio de la prosa de Aira, esta novela destila una melancolía y una reconstrucción de la memoria que seduce desde el primer momento. No se pierdan este nuevo elemento de la inagotable obra de César Aira.
Hace poco empecé a ver en la memoria imágenes nuevas, distintas de las que el recuerdo me había venido trayendo desde mi pasado más lejano.
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Al principio eran figuras discontinuas, no se precisaban y no podía ubicarlas. Se empezaron a fundir unas con otras, a transparentarse unas sobre otras, a borrarse en el momento justo en que estaba por reconocerlas, como si quisieran burlarme, aun cuando era yo mismo el que las proyectaba. ¿Yo había estado ahí? Podían venir de los sueños, no me extrañaría porque ya otra vez me habían engañado.
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Pero éstas tenían un inconfundible color de realidad, y cuando al fin las reconocí pude entender por qué me habían resultado tan extrañas. Venían de lejos, de mi primera infancia en El Pensamiento. En realidad lo único extraño era que hubieran tardado tanto en llegar.
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Pero había razones para la demora. Una de ellas fue que hubo un episodio que juré mantener en secreto, y aunque fue un juego de niños, debió de hacer presión sobre el relato general, donde valen lo mismo las veras y las burlas.
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También, sobre todo, estuvo Pringles, el teatro de mis descubrimientos e invenciones, tan importante en la creación de lo que fui que me hizo decir que allí había pasado toda mi infancia. Era cierto, pero antes estuvo El Pensamiento. ¿Cómo pude olvidarlo durante tanto tiempo? Quizás lo dejé en reserva, para cuando lo hubiera contado todo y faltara lo más importante.
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Pudo haber también un desaliento previo, un temor de no poder transmitir el detalle significativo, el que se pierde en la curva de la memoria. Pero a la expresión siempre la está vigilando el desaliento, es preferible seguir adelante sin atenderlo. Voy a dejar que el fantasma que se hizo cargo de mí me tome de la mano y me lleve adonde estuve en aquel entonces.
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Tenía siete años, y era el último año que pasaríamos en El Pensamiento, donde había nacido y de donde no había salido. Por decisión de mi padre, en el verano nos mudaríamos a Pringles.
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Eso hizo que fuera un año marcado por el presentimiento y, aunque callada, la aprensión. El cambio, de un pueblo chico a una ciudad incipiente, no habría asustado a gente con más experiencia. Para nosotros era portentoso, no era un hecho más sino la suma de todos los hechos posibles en la vida de la familia. Por mi parte, me limitaba a anticipar mi obediencia, la sumisión del niño que sigue aferrado a las polleras de su mamá. Para ella no debía de ser tan fácil, aunque podría disimular sus inquietudes bajo la callada timidez, casi imperturbable, de las mujeres jóvenes de entonces.
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Nunca había salido de El Pensamiento, lo que sabía de Pringles era lo que oía de los que habían ido, complementado por el recuerdo de los que no habían vuelto y por los trabajos de su imaginación. Éstos seguramente superaban la realidad del Pringles de entonces, un pueblo grande, con unas pocas calles empedradas, envuelto en vientos polvorientos, pero, sí, con comercios, banco, iglesia, autos, todo lo que no había en El Pensamiento, y a ella se le antojaría superfluo, quizás abrumador.
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Mamá era muy joven entonces, creo que no había cumplido los veinticinco años, una cierta sumisión campesina la embellecía, una niña flor que ya era madre.
Mi padre era mucho mayor, venía de Europa, había conocido países, al llegar levantó de la nada empresas prósperas, compró campos, con el tiempo casó a sus hijas con las familias prominentes del partido y él mismo se volvió el hombre providencial del sur de la provincia, gran empleador y benefactor de la comunidad. Nunca supe por qué había elegido empezar su carrera comercial en El Pensamiento, que era como decir en medio de la nada, cuando podía haberlo hecho en una ciudad, que también se habría rendido a su empuje, y se habría ahorrado un paso.
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Pero debió de tener su lógica. Era de los que no hacen nada sin un buen motivo. Allí donde comenzó tenía un espacio fabuloso abierto a la aventura. En esas mullidas colinas tuvo las visiones de su futuro, y creo que son ésas las imágenes que recibo del pasado, invertidas como en una fábula. Algunas parecen dotadas de volumen, quiero estirar el brazo y tocar a los seres delicados que se presentan en líneas y superficies móviles.
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Quizás lo estoy haciendo realmente, pues la sombra de mi padre llega hasta mí, y me acomodo a ella, a sus contornos tan precisos. Era un gigante, es decir, un hombre hecho a la medida de un niño.
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Una vez una adivina me predijo que habría dos hombres que serían importantes para mí, que mi destino se ajustaría a ellos, mi imaginación los pintó como dos siluetas enfrentadas, y el espacio entre ellas formaba una figura amenazante. Quizás eran las dos caras de mi educación, que al invertirlo todo en su ida y vuelta hicieron que resultara tan defectuosa.
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Como sea, con mi padre no necesito poner en marcha la máquina del recuerdo, porque él es en buena medida lo que soy, en un espejo deformante. Vuelve naturalmente, sin que lo llame, por la forma que tomó mi vida. Ésa es la diferencia con mi madre, que vuelve en imágenes, en una ensoñación cercana a la invención. Me hace dudar si es influencia de mis lecturas, o deseos desplazados, o una premonición del pasado.
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Subía a darme el beso de las buenas noches, yo ya debía de haberme dormido, una de las muchachas que servían en casa me acostaba, no creo que fueran mucho más que niñas. Me manipulaba sin contemplaciones, como a los corderitos que mataban para sus cumpleaños. Yo lo encontraba natural, la dejaba hacer, entrecerraba los ojos, la cabeza floja cayendo para un lado y otro.
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Sólo abría la boca para preguntarle si mamá vendría, y me decía que no, que nunca más iba a venir porque se había muerto, y soltaba la risa, contenta con el efecto que producía. No sé si realmente lo decía, aunque no habría sido imposible, tan salvajes eran las bromas de aquellas chicas, pero quizás yo lo inventaba. En ese entonces se decía que a los niños había que asustarlos, de vez en cuando, en lo posible siempre, enseñarles lo que era el miedo.
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La oscuridad ayudaba, la dejaban crecer hasta que lo invadía todo, y yo me sentía encoger hasta el tamaño de una piedrita blanca que había visto ese día.
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Era mentira: mamá estaba ahí, sentada en el borde de la cama, y la velita todavía estaba encendida. Brillaba dentro de un cilindro de papel que ella misma había hecho para mí, con el envoltorio de las semillas que papá hacía traer de ultramar. La había hecho para filtrar la luz, decía que la llama castigaba los ojos, aun la llama minúscula de esa vela de juguete que prendía todas las noches en mi mesa de luz y era siempre una distinta.
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Papá no había visto esa invención, nunca entraba en mi cuarto, de haberlo hecho no la habría permitido, con el argumento muy atendible de que meter una vela encendida en un cartucho de papel era imprudente. Pero nunca hubo un incendio, y ese año todas las noches mamá puso una velita distinta en mi lámpara privada que me protegía la vista.
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Nunca encontraba una buena excusa para quedarse un rato más conmigo. No tenía cuentos que contarme, no debía de saber ninguno, y yo no se los pedía porque no sabía que había cuentos.
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Era tanto lo que ignorábamos en nuestra vida de reclusos del campo ferroviario. Para prolongar un momento más nuestra comunión nocturna me recomendaba que fuera bueno con mis hermanitas. Yo, medio dormido o ya dormido del todo y soñando me preguntaba qué hermanitas, no acertaba a imaginármelas aunque había pasado el día jugando con ellas.
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Era nuestro encuentro a solas, mamá y yo. Desde la llegada del preceptor estábamos menos tiempo a solas, y ella debía de creer que la educación me estaba volviendo distinto, que había adoptado otra velocidad de crecimiento, pronto sabría más del mundo y me iría, me atrevería a lo desconocido.
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Quizás era eso lo que buscaba en la palma de mi mano, la leía como una gitana, inclinaba sobre las líneas su cara de niña en la que jugaban las sombras tenues de la velita que se consumía dentro del papel encerado de las semillas. ¿Qué vería en mi futuro? Seguía las líneas con la punta del dedo, lo apoyaba en el centro y decía que ahí había estado la herida de Nuestro Señor, y terminaba besando ese sitio, lo mojaba con sus lágrimas, yo sentía que se abría la herida, que era el camino del sueño.
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Yo tampoco había salido de El Pensamiento, en realidad casi nadie lo hacía, salvo mi padre. Él sí, se iba en su gran Packard negro rugiendo y levantando polvaredas nunca vistas. Era el único auto en el pueblo, y no había muchos que se atrevieran a subir. Lo hacían con temblor los hombres que papá contrataba y llevaba o traía, en su red creciente de fondas y almacenes. Empezó a ir cada vez con más frecuencia a Pringles, preparando la gran mudanza.
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Mamá nunca se había atrevido a subir y sentarse en los asientos de cuero oloroso, y sé que se habría opuesto con firmeza a que mis hermanas lo hicieran. En cuanto a mí, temía que tarde o temprano sería inevitable que obedeciera una orden de papá de acompañarlo. De cualquier modo, todos tendríamos que hacerlo cuando llegara la hora de irnos a Pringles, pero eso sería el año siguiente y parecía faltar una eternidad. Todo un invierno nos separaba de ese momento.
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Papá se movía en otra dimensión. Mejor dicho (y esto lo advierto ahora repasando las imágenes que quedaron), la dimensión gigantesca de papá volvía estampas legendarias la vida que llevábamos los demás, como si la realidad fuera sólo para él y a nosotros nos quedara el terreno de los cuentos que no sabíamos que existían.
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De esa segunda realidad mamá era el rostro visible, el emblema de una vida sin cambios. Sus padres, mis abuelos, vivían al lado; todos vivíamos unos al lado de los otros, todo era contiguo en las dos hileras en arco de casas a ambos lados de las vías, apenas si entre las casas se intercalaban las arboledas. Mamá era la del medio de tres hermanas.
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La mayor estaba casada y tenía dos hijos, mis primos, algo mayores que yo; también eran vecinos, no podían no serlo. La hermana soltera, una adolescente, vivía con los padres. Ésa era toda la familia, pero la relación entre parientes y entre vecinos era más o menos la misma, allí todos se conocían desde siempre, no había nuevos. A nadie se le habría ocurrido irse a vivir a El Pensamiento si no había nacido en él. Eso fue lo que hizo más extraña la aparición de papá.
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César Aira nació en Pringles el 23 de febrero de 1949.
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Publicó: Moreira, 1975; Ema, la cautiva, 1981; La luz argentina, 1983; El vestido rosa. Las ovejas, 1984; Canto castrato, 1984; Una novela china, 1987; El Bautismo, 1990; Los Fantasmas, 1991; La liebre, 1991; Copi, 1991; Nouvelles impressions du Petit Maroc, 1991; Embalse, 1992; La prueba, 1992; El volante, 1992; El llanto, 1992; Cómo me hice monja, 1993; Madre e Hijo, 1993; La guerra de los gimnasios, 1993; Diario de la Hepatitis, 1993; La costurera y el viento, 1994; Los misterios de Rosario, 1994; El infinito, 1994; La fuente, 1995; Los dos payasos, 1995; La abeja, 1996; El mensajero, 1996; La serpiente, 1997; Dante y Reina, 1997; El congreso de literatura, 1997; Duchamp en México/La Broma/Taxol, 1997; La mendiga, 1998; El sueño, 1998; La trompeta de mimbre, 1998; Las curas milagrosas del Doctor Aira, 1998; Alejandra Pizarnik, 1998; Haikus, 1999; Un episodio en la vida del pintor viajero, 2000; El juego de los mundos, 2000; La villa, 2001; Las tres fechas, 2001; Un sueño realizado, 2001; Cumpleaños, 2001; Alejandra Pizarnik (biografía), 2001; Diccionario de Autores Latinoamericanos, 2001; La pastilla de hormona, 2002; El mago, 2002; Fragmentos de un diario en los Alpes, 2002; Varamo, 2002; El Tilo, 2003; Mil gotas, 2003; La princesa Primavera, 2003; El Todo que surca la Nada, 2003; El cerebro musical, 2004;Yo era una chica moderna, 2004; Las noches de Flores, 2004; Edward Lear, 2004; Yo era una niña de siete años, 2005; Cómo me reí, 2005; El pequeño monje budista, 2006; Parménides, 2006; La cena, 2006; La vida nueva, 2007; Picasso, 2007; Las conversaciones, 2007; Las aventuras de Barbaverde, 2008; La confesión, 2009; El Té de Dios, 2010; Yo era una mujer casada, 2010; El divorcio, 2010; El error, 2010; El Perro, 2010; El mármol, 2011; Festival, 2011; El criminal y el dibujante, 2011; En el café, 2011; Los dos hombres, 2011; El náufrago, 2011; Entre los indios, 2012; Relatos reunidos, 2013; El ilustre mago, 2013; Actos de caridad, 2013; El testamento del Mago Tenor, 2013; Tres relatos pringlenses, 2013; Margarita (un recuerdo), 2013; Continuación de ideas diversas, 2014; Artforum, 2014; Triano, 2014; Biografía, 2014; El santo, 2015; La invención del tren fantasma, 2015; Sobre el arte contemporáneo, 2016, El cerebro musical, 2016; Una aventura, 2017; Saltó al otro lado, 2017; Evasión y otros ensayos, 2017; Eterna juventud, 2017; El gran misterio, 2018; Prins, 2018; Un filósofo, 2018; El presidente, 2019; Pinceladas musicales, 2019; Fulgentius, 2020; Lugones, 2020; Cuatro ensayos, 2020; El pelícano, 2020; La ola que lee, 2021; Catalogo descriptivo de la obra de Emeterio Cerro, 2021; Vilnius, 2021; Komodo, 2021; En la confitería del gas, 2021; En el Congo, 2021; Una educación defectuosa, 2022; El jardinero, el escultor y el fugitivo, 2022; El panadero, 2022; El crítico / La prosopopeya, 2022; El hornero y otros relatos, 2023; Ideas diversas, 2024; En El Pensamiento, 2024.