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Los mejores títulos de narrativa en español y novela negra

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Sábado, 14 de diciembre 2024

Por Iñaki Ezkerra

Narrativa es español

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1. Juan Tallón

El mejor del mundo

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En esta divertida y truculenta novela de Juan Tallón, un tipo de Orense apellidado Hitler hereda un negocio funerario y triunfa con un «ataúd estrella» forrado con pan de oro.

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Tras pasear su producto por dos ferias comerciales, protagoniza, drogado, un episodio de extrema violencia y se encuentra a su regreso al hogar con una realidad irreconocible.

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‘El mejor del mundo’, de Juan Tallón: yo sé quién soy o eso creo

La nueva novela del autor de ‘Obra maestra’ aborda el asunto de la identidad múltiple desde la fantasía, a través de un protagonista empresario de pompas fúnebres que descubre ser un intruso en su propia existencia

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Retrato del autor Juan Tallón. LAURA ORTEGA (ANAGRAMA)
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El asunto de esta novela no puede ser más imperecedero y fascinante: el que podríamos haber sido y no somos. Unamuno llamó “ex yo futuros” a esas versiones truncadas o abortadas de nosotros que podrían haberse desarrollado en otras circunstancias.

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La idea de que somos lo que somos por una mezcla de azar incontrolable y de constante toma de decisiones (cada decisión descarta uno o varios porvenires distintos) es vertiginosa y permite concebir la fantasía de un universo multidimensional donde coexistan las innumerables versiones de un solo individuo, el santo y el criminal, el héroe y el infame.

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El tema de la identidad múltiple, fracturada o revocada, ha recibido numerosos tratamientos literarios, desde el je est un autre de Rimbaud al sujeto escindido de Pirandello en Uno, ninguno y cien mil, pero Juan Tallón le da una vuelta de tuerca imbricándolo con un motivo propio del género fantástico (y de la ciencia ficción), el de los universos paralelos en los que la Historia ha seguido cursos divergentes.

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Es lo que hizo Philip K. Dick en 1962 al fantasear en El hombre en el castillo con que Hitler ganó la guerra y es lo que hace Tallón al imaginar que Hitler, simplemente, no pasó de ser un pintor de tercera.

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Hay que decir que la imbricación del tema de las identidades relegadas con el motivo de los mundos históricamente divergentes resulta afortunada, si bien el Hitler protagonista no es alemán ni se llama Adolf, sino que es gallego, empresario de pompas fúnebres, y responde al nombre de Antonio (del origen del apellido se da oportuna cuenta avanzada la novela).

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Antonio Hitler es un hombre de negocios desaprensivo y ambicioso, casado y padre de Irene —a la que adora—, al que en un viaje a México, donde cierra un acuerdo fabuloso sobre su vieja idea de un ataúd de lujo para millonarios, le sucede algo que transforma radicalmente su vida.

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Él no sabe qué es ese algo, pero el lector puede hacer sus cábalas si acepta la presencia de lo sobrenatural en la fábula o la parábola literarias o, sencillamente, si considera que está ante un relato fantástico. En cuanto a la radicalidad y magnitud de la transformación, el protagonista se irá percatando con incredulidad a su regreso, en la segunda parte de la novela.

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En esta se desarrolla el descubrimiento de que Hitler es un intruso en su propia existencia, de que en ese otro universo alguien con su nombre y su apariencia ha construido una vida privada y pública que no es la suya.

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Así, las dos partes de la novela delinean identidades disímiles y se diría que incompatibles: la del Hitler sin escrúpulos ni moral, aquejado de raptos de extrema violencia, con el pacífico y apreciado director de un museo de arte.

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Tallón narra de manera lineal este estupefaciente viaje del protagonista y, con el fin de brindar al lector los antecedentes biográficos del primer Hitler, intercala capítulos retrospectivos que exhiben los perfiles sombríos e incluso tenebrosos del niño y del joven reprimido por su padre Amancio, patriarca y fundador de la empresa.

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Esta alternancia de tiempos dota de profundidad el retrato psicológico del personaje, permite matizarlo a través de sus relaciones de pareja (su novia Esther, sus esposas Lidia y Patricia) y mantiene la intriga sobre su comportamiento en un mundo transfigurado y ajeno.

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El deseo de recuperar su vida anterior de vendedor de artículos funerarios comporta rescatar también al Hitler intemperante y brusco, nulamente empático, capaz de cualquier atrocidad para conquistar sus objetivos (una capacidad que Tallón pospone con acierto).

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Pero, al desear volver al universo originario que hemos conocido en la primera parte, el protagonista no es que apueste por la versión maligna de sí mismo frente a la pretendidamente benigna (puesto que este también tiene su lado turbio), sino que anhela el orgullo turbio de haberse hecho a sí mismo a cualquier precio, el dominio físico del mundo y, sin que sea paradójico, su paternidad de Irene.

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Tallón conduce con eficaz ambigüedad al protagonista y sabe callar a tiempo para que la fábula se abra a un horizonte de significación numerosa y la novela se cierre donde debe hacerlo para dejar bailando las preguntas en la cabeza del lector. Incluso invita a pensar en la diferencia de dos finales para la historia, el que concluye la segunda parte y el que contiene el Epílogo, que es, en mi opinión, el que la cierra con la apertura de sentidos a que me refiero.

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El ritmo narrativo posee la suficiente fuerza de tracción como para arrastrar al lector a través de episodios de muy distinta intensidad, con diálogos tan abundantes como creíbles (incluidos los acentos mexicano y argentino de algunos secundarios) y una prosa ágil pero necesitada de algunas correcciones (‘expirar’ no es lo mismo que ‘espirar’; ni la ‘entereza’ es siempre ‘integridad’).

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Solo me ha extrañado que la focalización no se centrara exclusivamente en Hitler, eje absoluto de esta fábula retorcida y fascinante que quizá no ha alcanzado la cota de acierto de Obra maestra.

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Portada de 'El mejor del mundo', de Juan Tallón

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El mejor del mundo

Juan Tallón
Anagrama, 2024
288 páginas, 18,90 euros

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2. Juan Manuel de Prada

Mil ojos esconde la noche

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Tribuna

Por 

Mil ojos esconde la noche

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Prada, a través de su homúnculo Navales, revierte el orden del relato, desciende a los infiernos, sacando el inconsciente a la luz para que hable sin miramientos

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Foto: El escritor Juan Manuel de Prada. (Javier Luengo)

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El escritor Juan Manuel de Prada. (Javier Luengo)
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El tremendismo es una técnica literaria cruel y despiadada con los personajes, con las secuencias y los ambientes en los que transcurre; pero sobre todo es implacable con el lector. 

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Este asiste, amedrentado y sobrecogido, a un sinfín de acontecimientos desagradables y violentos, a un desfile macabro de personajes miserables, mezquinos, sórdidos, mentirosos, delatores y asesinos, descritos con una rabia y un rencor infinitos.

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Mil ojos esconde la noche, la última obra de Juan Manuel de Pradapodría denominarse tremendista o miserable. Podríamos resumir sus páginas diciendo que se trata de un retrato granguiñolesco, orquestado por un hombre lleno de amargura e inquina, un oscuro Dioniso que busca nuestro espanto y que ríe a carcajadas al lograrlo. Pero no lo vamos a hacer, porque eso es lo que Prada quiere.

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Intentemos aproximarnos, no a él (empresa inconcebible) sino a su novela desde otro punto de vistaMil ojos esconde la noche no es para nosotros una novela tremendista. No se trata tan solo del consabido esperpento, con sus espejos deformantes, tan manidos por la crítica. Max Estrella está, como indica nuestro admirado Luis Alberto de Cuencapresente en su viaje alucinante por los oscuros callejones de la insania: sí, pero hay algo nuevo, diferente, único que separa esta novela de las demás y que la distingue del resto de obras que sirven de soporte para su complejísima construcción.

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Estamos de acuerdo en que nos enfrentamos a un gigantesco circo sangriento, una “galería nocturna” de cuadros malditos, plagados de monstruos infectos, un Freak Show salvaje y cruel, propio del más terrible Tod Browning. Pero esta descripción no me basta. Mil ojos es más, mucho másMil ojos esconde la noche se me antoja lo mejor que he leído en décadas. Mejor que Las máscaras del héroe, que es decir mucho, y por eso me asusta, porque es tremendamente buena, y esconde misterios.

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Estamos de acuerdo en que nos enfrentamos a un gigantesco circo sangriento, una «galería nocturna» de cuadros malditos.

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Desde luego, no quiero mentir a nadie. Hablamos del texto más deliciosamente bruto, agrio e incómodo desde La familia de Pascual Duarte y, aunque formalmente no tenga nada que ver, en su propósito (ofrecer al lector una realidad fidedigna, sangrante y desconocida), sí coinciden.

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También me apetece mucho nombrar La colmena, pero Mil ojos posee algo de sinceridad suprema, una alucinante exposición de sentimientos y emociones que IMPACTA, de una honestidad que resulta impúdica y de la que La colmena y otras novelas realistas carecen. ¿De dónde surge esa tremenda franqueza que la convierte en única? Igual no es una cosa, son muchas, o la misma contemplada desde diferentes perspectivas.

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En primer lugar, Mil ojos esconde la noche está narrada por un personaje de ficción, Fernando Navales. La distinción es necesaria porque el resto de habitantes de esa “turbamulta de artistillas de todo pelaje” son rigurosamente históricos. Cito: “Navales es falangista de pata negra, de los pocos que a estas alturas pueden presumir de camisa vieja (…) solo que, por circunstancias especialísimas (…) tuvo que mantener oculta su militancia durante los años de la Cruzada, y su nombre no figuró nunca en los archivos incautados por los rojos al estallar la guerra”.

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A Navales se le encomienda la misión de atraer a las filas de Falange a todos los “rojillos” (como él mismo los llama) que todavía residen en Francia, para reconducirlos por el recto camino. “Se trataría de utilizar con los rojillos la técnica del palo y la zanahoria, ofreciéndoles golosinas que hagan tambalear sus principios (si es que los tienen) y finalmente traicionarlos”. Con este siniestro objetivo, Navales es capaz de todo, de lo más miserable y mezquino: arruina vidas, destroza carreras, insulta y menosprecia a cualesquiera que se interpongan en su camino (que, para disfrute del lector, no son pocos).

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La narración en primera persona de Navales es inequívocamente subjetiva, ajena a la mirada escrutadora de los biempensantes. El autor está exento de culpa. ¿O no? ¿Es Navales un narrador sospechoso o no fiable? ¿Navales miente, o dice la verdad?

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Un narrador sospechoso o no fiable es aquel cuya credibilidad permite el debate. ¿Navales puede ser puesto en tela de juicio? Bueno, podemos compartir o no sus opiniones. De hecho, resultaría particularmente demencial estar a su lado en casi todo lo que dice. Picasso es un pintamonas, un tratante de ganado que esconde lingotes de oro en su armario. Estoy convencido de que esto es rigurosamente cierto. ¿Qué problema hay? Que se trata de una verdad parcial. Picasso no sería solamente eso.

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Sin embargo, nos encanta que lo diga. ¿Por qué? Porque disfrutamos como enanos sintiendo la libertad que implica pensar lo que Navales piensa. Navales es un iconoclasta, un heresiarca aborrecible y eso nos deleita hasta límites insospechados. Hablamos de ficción, el sagrado recinto donde todavía somos libres. Podemos pensar el mal.

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El reconocimiento de esa impudicia es lo que diferencia el realismo grotesco de Prada con Cela o Valle-Inclán. Lo esperpéntico deja de ser un espectáculo que ocurre frente a la audiencia para ser una vorágine que te arrastra dejándote sin aliento, y que te absorbe, te abduce hasta el vértigo. Somos parte de su mundo, aunque nos parezca mal, y procuramos rebelarnos, pero algo nos dice que no es posible.

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Un narrador poco fiable no es simplemente un narrador que «no dice la verdad». ¿Qué autor de ficción dice alguna vez la verdad?

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Un narrador poco fiable no es simplemente un narrador que “no dice la verdad”. ¿Qué autor de ficción dice alguna vez la verdad? Navales no miente, aunque mienta. Navales nos embauca diciendo la verdad, o su verdad. Navales sabe que nos encanta, a pesar de nuestra incapacidad para aceptarlo. De igual manera, nos ofrece, generoso, diversos sentimientos en bandeja de plata.

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Navales disfruta mezclando el sexo, la comida y la muerte. Mateo Hernández y el calderillo bejarano guisado con carne de morcillo, Lequerica con sus kokotxas, los argentinos con sus asados, los patos a la sangre de La Tour d’Argent: “Les tuercen el cuello hasta estrangularlos, para que conserven toda su sangre. 

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Luego los despluman amorosamente, pluma a pluma, como si estuviesen deshojando una margarita, los asan someramente, les retiran los muslos y las pechugas, les pican los higadillos y los condimentan y… ¡Aquí viene lo verdaderamente importante! El resto de la carne del pato, con su carcasa, sus huesos y su piel, se pone sobre una rejilla de malla muy fina, casi como de colador, y encima de estos despojos, se coloca una tabla, cuanto más anatómica mejor, sobre la que deja caer todo su peso una granjera de posaderas abundantes, prensando los despojos y extrayéndoles la sangre y todos sus jugos”.

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Es el Catoblepas, monstruo definitivo de Prada, que se devora a sí mismo, el que marca su profunda autoconciencia. Prada es monstruo de sí mismo. Si los gordos soportamos un organismo deformado por la grasa acumulada de años, el autor de Mil ojos esconde la noche ha aprendido a usarla para la literatura. No es grasa en su caso, se trata de bilis, una bilis negra como la de los chipirones, con la que escribe a mano esta soberbia novela.

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Navales desciende a los infiernos y los decorados fascinan y estremecen. Como dice Rudolph Otto, así es lo Sagrado. El Cabaré del Infierno con su cabeza del orco como el de Bomarzo y su bailarina que expele anguilas por el sexo. El Lido con su playa “donde escenificaban naumaquias del fornicio”. El jardín de Lesca, el Jockey, la temible Pensión Senegal, lugares donde política y lascivia no parecen llevarse del todo mal. Navales nos presenta a sus monstruos: Perico Urraca, Velilla, Lequerica y Daranitas y Ruanito, el formidable Ruanito, peor que el mismo Navales, entrañable en su ruindad -¡qué divertido es Ruanito cuando se viste de monárquico!-, el cuñadísimo, el Ausente, el ángel con gabardina y bigote, Picasso y Céline, Mary de Navascués y sus katiuskasPaul Éluard con sus granitos muy sospechosos alrededor de los labios y toda la barbilla “que parecían querer formar pus y hacerse pústulas, como si se acabase de zampar un bocadillo de ortigas”. Todos terminarán sobre la arena del Circo Amar, con Ana de Pombo y la terrible niña Mariuca.

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Juan Manuel de Prada: «La propaganda nos encierra en clichés, la literatura nos libera»
Juan Soto Ivars Fotografía: Javier Luengo

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En ese instante se nos desvela el segundo nivel de la dialéctica que Prada ejecuta inmisericorde en esta profunda novela: ser sincero en la infamia, reconocer en su lector un fragmento de indignidad, ese que nos hace ser humanos, para después compartirlo impunemente con todos.

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Prada subvierte los valores para enseñarnos cómo están hechos por dentro. Nos muestra la enfermedad del alma, sus purulencias, las salpicaduras de orín, las zurrapas y palominos que llevamos incrustados en nuestro corazón. Prada, a través de su homúnculo Navales, revierte el orden del relato, desciende a los infiernos, sacando el inconsciente a la luz para que hable sin miramientos. La consciencia se apaga y el lector pone en suspenso lo razonable.

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Mil ojos esconde la noche DUELE. Pero no solo el dolor que provoca su lectura nos estremece, sino la belleza que desprende, una belleza que surge de la superación del resentimiento, tema central de la novela. Ignoro qué fue primero, si el Tiberio de Marañón, entendido como herramienta para construir el relato, o el mismo Marañón como personaje, el sabio humanista que, a ojos del resentido, no es más que un cobarde. Fernando Navales detesta a Marañón y su odio desvela la grandeza del personaje. Cito: “Afirma Marañón en su Tiberio que el resentimiento es una pasión impersonal, a diferencia del odio y de la envidia, que suponen siempre un duelo entre quien odia o envidia y quien es odiado o envidiado.

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La envidia y el odio tienen un sitio concreto dentro del alma y, si se extirpan, el alma puede quedar intacta. En cambio, el resentimiento anega el alma entera, gangrenándola por completo”.

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Tras el gigantesco vórtice circular en el que ‘Mil ojos esconde la noche’ sumerge al lector, llega por fin la calma, llega el perdón.

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Tras el gigantesco vórtice circular en el que Mil ojos esconde la noche sumerge al lector, llega por fin la calma, llega el perdón. Ahí termina la dialéctica idealista destructora. Cito: “—Perdonar, eso es lo que debes hacer, Fernando. El perdón es la mejor obra de arte que podemos completar en esta vida”. Ana de Pombo y Ana María Sagi son los dos personajes que Navales respeta por encima de todos los demás, incluso del Ausente.

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Ama a esas mujeres porque las admira sin tener en cuenta consideraciones ideológicas. Cito: “Tal vez todas las ideologías se alimenten del despecho humano. Del despecho, del fracaso, del odio, del resentimiento, de todas esas inmundicias morales en donde la ideología penetra como en un nido de alegres víboras, acostándose con ellas y haciéndolas fecundas”.

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Ana de Pombo y Ana María Sagi descubren a Navales la tercera vía, el perdón de los pecados. Prada se desembaraza de su traje de sacerdote impío.

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Cuelga la mitra y se arrodilla ante su nuevo Dios: la honestidad. Esa bilis negra ya no cubre sus órganos vitales, abandona su traje de resentimiento y amargura. El amor extirpa la envidia y el odio. El narrador ya no es sospechoso, ha logrado superar, a través de la aceptación de la inocencia perdida, sus propias limitaciones. El hombre ya no es un monstruo, tan solo un animal herido.

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“El Paraíso había quedado abolido; o al menos yo había sido expulsado de sus lindes”. Ese es Juan Manuel de Prada.

*Álex de la Iglesia, director de cine.

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En el París ocupado de la II Guerra Mundial, un siniestro falangista que no figura en los archivos de los «rojos» cumple la misión de atraer a sus filas políticas a artistas, periodistas e intelectuales exiliados de la Guerra Civil que presentan un moderado perfil republicano. Un logrado fresco costumbrista sobre la bohemia y la picaresca españolas.

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3. Arturo Pérez-Reverte

La isla de la mujer dormida

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Arturo Pérez-Reverte nos lleva a 1937 y a una isla del Egeo propiedad de un rico aristócrata y su esposa.

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A ese escenario llega un marino mercante con una misión del bando franquista: capitanear una lancha torpedera cedida por Hitler para interceptar los barcos que Stalin envía con armamento para la Republica. El amor hará esa misión más interesante.

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Título: La isla de la mujer dormida
Autor: Arturo Pérez-Reverte
Editorial: Alfaguara, 2024
Encuadernación: Tapa dura
Páginas: 416
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Esto es lo que la editorial nos cuenta del autor:

Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena, España, en 1951.

.Fue reportero de guerra durante veintiún años y cubrió dieciocho conflictos armados para los diarios y la televisión.
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Con más de veinte millones de lectores en el mundo, traducido a cuarenta idiomas, muchas de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión.
.Hoy comparte su vida entre la literatura, el mar y la navegación. Es miembro de la Real Academia Española y de la Asociación de Escritores de Marina de Francia.
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En este blog puedes encontrar reseñadas las siguientes novelas del autor:
 

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ARGUMENTO de LA ISLA DE LA MUJER DORMIDA
 

Año 1937. El marino mercante Michael Jordán Kyriazis recibe una misión por parte del ejército nacional:

«Organizar una base en el mar Egeo para atacar el tráfico de los rojos con una lancha torpedera S-7». (Página 51)

 

La base de operaciones será la isla de la mujer dormida, perteneciente al barón Katelios.

LA ISLA DE LA MUJER DORMIDA

El mar, tan amado y querido por el autor está omnipresente en La isla de la mujer dormida,hasta el punto de ser un protagonista más. Como lo estaba también en El asedio con ese Cádiz tan marinero cuya única salida es el mar; La Carta esférica con aquel antiguo marinero varado en tierra en busca luego de un tesoro sumergido; La Reina del Sur con sus narcos cabalgando en motoras esquivando la muerte; Cabo Trafalgar con la batalla del mismo nombre entre los barcos hispano-franceses y los ingleses al mando del almirante Nelson; o en menor medida en el farero de El pintor de batallasEl tango de la guardia vieja, con un mar que atraviesan a bordo del Cap Polonio, un transatlántico que hacía la ruta hasta Buenos Aires y que realmente existió; o ese mar Mediterráneo de Corsarios de Levante con Alatriste en lucha contra aquellos piratas berberiscos que arrasaban las costas levantinas; o ese mar que un buzo cabalga a lomo de torpedos en El italiano.
 
Es el mar Egeo a bordo de una torpedera, el que va a recorrer Miguel Jordán Kyriazis, de madre griega, lo cual fue un motivo más por los que ha sido elegido para su misión el protagonista de esta novela. Uno de tantos mares que lleva recorridos desde muy jovencito.

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«No era el afán de aventura lo que lo había llevado al mar a los catorce años, a bordo de un bacaladero en los bancos de Terranova, sino la íntima necesidad de silencio en paisajes rutinarios de agua y cielo». (Página 37)

No es un hombre de guerra. Pero es lo que le ha tocado:

 

«En la España nacional todos somos voluntarios… Ay de quien no lo sea». (Página 34)

A la afirmación de que es un marino, le objeta el barón:

«Poco convencional, me parece. Una especie de corsario o de pirata, diría yo. Suenan bien esas palabras, ¿no cree?… Un hombre de mar al margen de la ley». (Página170)

Porque la suya es una misión casi suicida en la que nadie va a respaldarle si algo sale mal o cae preso. Una misión solitaria para un hombre solitario.

«Hundir barcos no es un acto civilizado en el siglo veinte, aunque hayan transcurrido dos décadas desde las últimas grandes carnicerías europeas». (Página 66)

Además, lo suyo, se mire por donde se mire, es hundir barcos, lo cual implica muertes. ¿Muertes justificadas?

«Matar por la patria, por odio al turco o al vecino, por amor, matar por celos… Desde la Iliada hasta hoy, los griegos siempre hemos matado por algo». (Página 162)

OPINIÓN PERSONAL
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Como en buena parte de las novelas de Arturo Pérez-Reverte, lo mejor de La isla de la mujer dormida son sus personajes.
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No solo el triángulo amoroso formado por Miguel Jordán y el barón Katelos junto a su esposa, sino también la tripulación del barco o los espías de Estambul. Personajes secundarios, sí, pero tratados con mucho cuidado a la hora de componerlos, por más que no tengan la complejidad de del trío principal.

Exquisita también la ambientación, no solo la de esa isla, sino la del mar Egeo o la del propio Estambul.

Quizás lo que falla un poco en la novela, aunque eso va a gusto del lector es el ritmo, a mi modo de ver frenado por la descripción de los ataques de la torpedera, que posiblemente podían haberse hecho menos descriptivos, sin pararse a detallar las órdenes que va dando el capitán. Pero insisto, eso es cuestión de gustos.

Describe la editorial La isla de la mujer dormida como una novela de mar, amor y aventuras en el Egeo. Pero de esa triple pata se me queda un poco floja y hace cojear al resto de la novela la historia de amor. Hay algo en ella que me falla, que no me termina de convencer. Tal vez porque no me termine de cuadrar la rapidez con la que se desarrolla.

Con todo, una novela recomendable.

4. Daniel Ruiz

Mosturito

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El héroe y narrador de esta novela de Daniel Ruiz es un muchacho poco agraciado físicamente y víctima tanto de una familia disfuncional como de la conflictiva zona del extrarradio sevillano donde vive. Una escapada de ese entorno hostil le permite acceder a un grupo juvenil que lleva una vida más fácil que la suya y a mimetizarse usando sus recursos.

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La novela mal escrita de Daniel Ruiz: “Hay gente que se ríe con el libro y luego se pregunta: ‘¿Por qué me estoy riendo?”

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El escritor Daniel Ruiz, retratado el 13 de marzo en el hotel Las Letras de Madrid.Pablo Monge

El autor traza en ‘Mosturito’ un retrato de la desigualdad, la violencia de género o el maltrato infantil con un lenguaje particular y sin renunciar a ese humor tan español que sale de lo triste

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Este libro está mal escrito. Este libro está tremendamente mal escrito. Pero es a posta. En Mosturito (Tusquets), cuyo título es la palabra monstruito mal dicha, Daniel Ruiz (Sevilla, 1976) trata de un crear un lenguaje particular en cuyo seno se levante un mundo único.

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Es una mezcla del lenguaje infantil con el acento andaluz y la forma de hablar de los barrios obreros de extrarradio.

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Porque el protagonista es un niño que vive en un barrio periférico de una ciudad andaluza de los ochenta, tiempo y lugar en el que el autor creció. En Mosturito hay una mezcla de sordidez y humor. “Hay gente que me dice que se ríe con la novela y luego se pregunta: ‘¿Por qué me estoy riendo?”, dice Ruiz.

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Ejemplo de ese lenguaje raro: “Ay mi sielo, dice la Tata. Ay qué tan hecho. Se van a enterar con su puta madre, y tira pa la cocina y yo le digo Tata, tranquila, te se va, te se va. Que no, que los mato, malnacidos hijosputa”, dice un párrafo. Tan mal escrito que hay que insistir mucho para que el procesador de textos lo refleje sin corregirlo.

La oralidad y lo coloquial siempre han interesado al autor, y han tenido su recorrido en la literatura.

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El autor cita La naranja mecánica, de Anthony Burgess, donde se crea un lenguaje propio, pero también otras obras donde el habla informal y los diferentes acentos cobran importancia. Por ejemplo, La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, La vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz, la obra de Fernando Quiñones o Aurora Venturini. O la exitosa y llamativa novela Panza de burro, de Andrea Abreu, que recrea el habla profunda de las islas Canarias.

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“Quería plantear la opción más radical: que toda la novela se pudiera construir con una voz, y que la forma fuera al final el fondo”, dice. Se trata de la mirada y la voz de este niño, con escaso respeto por las convenciones ortográficas y sintácticas.

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Pedro, Periquín, es objeto de burla de sus compañeros por sus condiciones físicas y vive con su tía, la Tata, siempre oliendo a tabaco y bebiendo calimocho, rodeados de los personajes pintorescos de su barriada. Su madre murió por las palizas de su padre, que ahora está preso.

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Pero los servicios sociales quieren quitar a Pedro de los brazos de la Tata y meterle en un internado. El mosturito encontrará la liberación de la mano de una banda de jóvenes punkis adolescentes, con crestas y pelos de colores, aficionados a las litronas, al fumeteo y las salas de juegos recreativos.

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El escritor Daniel Ruiz, retratado el 13 de marzo en el hotel Las Letras de Madrid.Pablo Monge
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La oralidad que plantea Ruiz también tiene su interés como rasgo diferencial de un texto en los tiempos en los que las máquinas se han puesto a escribir, y los escritores a temblar. “La gente se lleva las manos a la cabeza con la inteligencia artificial, con la posibilidad de que cree novelas, sin darse cuenta de que llevamos décadas tragándonos tramas de best seller que parecen urdidas por un algoritmo.

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Los manuales de escritura son un anticipo de la IA: arco narrativo, clímax, anticlímax, modelado de personajes…”.

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El humor es fundamental en la obra de Ruiz, y eso que no es demasiado bien considerado en la literatura. “Lo cierto es que la seriedad está mejor vista en la literatura española”, dice el escritor.

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Relata la larga tradición cómica en las letras patrias: desde el Lazarillo de Tormes a Cervantes, Quevedo, Valle Inclán… “Hay un problema en la literatura española: durante mucho tiempo fue salvajemente humorística, pero llegó un momento en se avinagró, a partir de cierto realismo social, y se volvió demasiado seria. Se perdió ese humor español, que muchas veces sale de lo triste”.

Escritura reactiva

Violencia de género, pederastia en la iglesia, maltrato infantil, Ruiz enfrenta muchos asuntos que, 40 años después del tiempo de la novela, nos siguen preocupando.

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“Son temas que estaban en mi infancia, pero de otra manera: de tapadillo, de puertas para dentro, se quedaban en el patio de vecinos. Es esa cultura de la falsa discreción que era en realidad una cultura del enmascaramiento”, dice.

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Su escritura es reactiva. “Escribo cuando una situación me provoca incomprensión, rabia o indignación”, explica el autor. El interés por los asuntos sociales y de actualidad ha sido, de hecho, una constante en la obra de Ruiz.

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Por ejemplo, en su novela Amigos para siempre (2021), ajusta cuentas con su generación, la que se acerca ahora peligrosamente a los 50 años. “Somos la generación postboomer, los últimos en ocupar espacios de poder y que han frenado cualquier tipo de aspiración de las generaciones posteriores.

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Nuestros padres se partieron el lomo para levantar la sociedad del bienestar, y nosotros la hemos esquilmado y agotado para los que vienen. Hemos envejecido muy mal”, dice el autor.

En El calentamiento global (2019) hace una crítica de las políticas de sostenibilidad ambiental de las empresas, en Todo está bien (2015) aborda los excesos y corrupciones del mundo de la política y La gran ola (2016) hace una vitriólica crítica de la cultura del coaching empresarial. Todas ellas publicadas por Tusquets.

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Mosturito es también una oda a aquellos barrios obreros de su infancia, sobre todo en tiempos en los que los centros urbanos son pasto de la gentrificación y la turistificación.

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“Los centros históricos se convierten en espacios de cartón piedra y la vida verdadera solo se encuentra en las barriadas donde están los bares de siempre, los parques, las zonas compartidas, donde uno se reconcilia con cierta humanidad que se ha pedido en las ciudades”, explica.

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La migración ha llegado a los barrios, muchos jóvenes se han ido, permanecen los mayores… “Pero queda un mismo ambiente de supervivencia, como en los ochenta; ahora con peluquerías de los paquístaníes y el troncho de los kebab”.

Más información

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5. Manuel Vicent

Una historia particular

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Una amena autobiografía novelada no exenta de humor ni de melancolía en la que un Manuel Vicent de 88 años hace un recorrido desde su infancia de posguerra en un pueblo de la provincia de Castellón hasta un presenta crispado que no comprende.

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A su retrato rebelde incorregible suma el de la España que ha vivido con un agudísimo pincel sociológico.

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‘Una historia particular’, de Manuel Vicent: ‘tempus fugit’

Este libro es un ejemplo de cómo la novela sirve para crear una biografía novelada con mimbres de autoficción

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El escritor Manuel Vicent, autor de 'Una historia particular'.

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El escritor Manuel Vicent, autor de ‘Una historia particular’. / Alba Vigaray

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José Joaquín Martínez Egido

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He tenido dos ideas superpuestas en esta lectura. Por un lado, siempre es difícil desgajar el estilo literario propio del excelente cronista que se es de lo que pueda entenderse como novela, pues son dos tipos textuales que, por mucho que se empeñe el personal, no casan del todo; por otro lado, el volver la vista hacia atrás, hacia lo que ha sido tu vida, solo suele hacerse en momentos cruciales.

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Y eso es lo que me he encontrado en la última obra de Manuel Vicent (Villavieja, Castellón 1936), quien, a sus 88 años, nos regala un gran texto como Una historia particular

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Es verdad que me declaro muy sensible ante el pasado, pero, por eso mismo, creo que soy bastante exigente en lo que se cuenta y cómo se cuenta. He hallado un texto fragmentado en 46 secuencias cortas, muy cercanas a la crónica periodística, en unas 200 páginas, redactadas en primera persona, en las que el autor recoge, rememora, algunos momentos de su vida, tamizados por la confusión política e ideológica en la que vive (p.204), con las que el lector emprende un viaje vital en el que el niño que fue siempre está presente en toda la obra.

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Comienza la narración con las referencias a diferentes elementos contextuales, por ejemplo, la canción de La casita de papel en su infancia (p. 13). Es un recurso válido porque es real. Es la manera en la que capturamos la infancia y casi siempre toda nuestra vida. Esa infancia y esa juventud en la que dejó de creer en los Reyes Magos, en la que perdió la fe, en la que cantaba el Cara al sol, y en la que leía Camino de perfección, de su muy admirado Baroja, en la que dejó de ser orteguiano.

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También es estupenda la recreación que hace del vicio de fumar a lo largo de su vida, de los diferentes fumadores o de cómo sirve de índice social (p.53-55).

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Un momento de tristeza

La lectura, como tema identitario se convierte en una constante vital, pues la considera, junto al comer, dos formas necesarias para sobrevivir (p.27), sus referencias a Hazañas bélicas, a El Capitán Trueno y al cine que veía pasan a conformar esa España negra que dibuja, siempre tras el tamiz del recuerdo. Es un vistazo a una vida en un momento, si no de depresión, sí de cierta tristeza, con la banda sonora de la canción de Las hojas muertas (p.45), siempre con la condición y necesidad de ser escritor.

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Y será el propio autor quien, consciente de la estructura de su obra, redacte un resumen de todos los elementos resortes de sus recuerdos pespunteados para esta su historia particular: «canciones, libros, perros, automóviles, sueños, viajes y regresos formaban un solo conjunto con los amigos, con las aventuras que han dejado heridas o momento de belleza, como a todo el mundo» (p. 173).

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Puede afirmarse que hay dos partes no señaladas en la obra, ya que hasta la p. 72 nos cuenta su vida fuera de Madrid, y de ahí en adelante, su estancia en la capital. Y además del lugar de residencia, también hay un cambio en lo que cuenta y en el tono que emplea, pues en esa primera parte era íntimo, literario, con un yo que ve el mundo y que el mundo está en él; sin embargo, en esta otra parte, aparece el cronista periodístico (al que hace referencia en las pp. 119-122), que ve el mundo, lo critica, lo interpreta y lo relaciona consigo mismo, pero desde la lejanía que supone la escritura de la crónica en papel; ejemplo de ello puede ser la disertación sobre el humor, o mejor, sobre la cuestión de qué se ríen ahora los españoles, para la que realiza todo un repaso por publicaciones humorística que él conoció tan bien: La codorniz, Hermano Lobo, Por favor y El Jueves. (pp. 73-76); o también la disertación sobre las galerías de arte (pp. 85-89), tema que también conoce en primera persona.

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Y ¿por qué se debería de leer esta obra? Porque es un ejemplo de cómo la novela sirve para crear una biografía novelada con mimbres de autoficción con la que el lector disfruta de una narración clara, llana y emotiva, en la que el tiempo, configurador de vida, lo abarca y lo interpreta todo; y porque suscribo el deseo de vivir el día que describe en el último párrafo de la antepenúltima secuencia (pp. 196-197). Señor Vicent, ¡yo también! 

‘Una historia particular’

Manuel Vicent

Alfaguara

208 páginas. 19,90 euros

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6. Mariana Enríquez

Un lugar soleado para gente sombría

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Excelente colección de cuentos de terror en los que la autora demuestra su capacidad de crear atmósferas inquietantes. En uno de ellos, una mujer se enfrenta a los fantasmas que rondan un barrio del extrarradio bonaerense. En otro, los activistas de una ONG que realizan servicios sociales huyen de unos niños diabólicos.

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“Un lugar soleado para gente sombría”, de Mariana Enriquez: cuentos seductores sobre el mal cotidiano

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La escritora argentina Mariana Enríquez, el 21 de noviembre de 2023 en Ciudad de México.Hector Guerrero

El libro de la autora argentina, escrito durante la pandemia, aborda desde el deterioro físico de la vejez hasta la trágica política de su país

 

En abril de 2020, cuando Argentina estaba encerrada en casa, Mariana Enriquez se quejaba de la insistencia de algunos medios de comunicación por publicar la opinión de gente de letras sobre la pandemia. Un poco molesta, rechazaba las comparaciones de la situación sanitaria con sus cuentos más distópicos y repetía que la responsabilidad del escritor no es ni resolver el presente ni salvar a nadie con metáforas baratas.

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Mientras tanto, aprovechaba el encierro para hacer lo que sí se le da bien y de ahí sale Un lugar soleado para gente sombría. Con una mujer obesa que tiene sexo con espíritus, otra que convive contra su voluntad con una desconocida fantasmagórica que sufre por cáncer u otra que persigue periodísticamente una leyenda local oscura, Enriquez vuelve al relato corto y expresa la imposibilidad de escapar del contexto y de uno mismo.

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Cada vez que alguna imagen o hecho tiende a una conclusión moral, Enriquez huye violentamente y trunca las expectativas

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Lo mejor de Mariana Enriquez siempre ha sido el equilibrio con que juega con distintos códigos, muchas veces opuestos.

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Sus cuentos se mueven constantemente de lo marginal al relato oficial; se apoyan sobre mecanismos de la literatura de género para trazar retratos sociales e históricos; su escritura es lírica pero también sobria y a veces incluso mordaz.

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Tanto en una novela tan monumental como Nuestra parte de nochecomo en las más breves, en los ensayos y en los relatos, Enriquez consigue seducir —y lo ha hecho a muchísimos lectores en muchísimos idiomas— gracias al misterio calculado.

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Cada vez que alguna imagen o hecho tiende a una conclusión moral, ella huye violentamente y trunca las expectativas. Y gracias a esto consigue, a partir del terror y la fantasía, indagar en el mal que emerge en la vida cotidiana o el que arrastra la historia política argentina sin rozar puntos comunes.

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Quizás por inspiración pandémica, hay silencio y muerte en los cuentos de Un lugar soleado para gente sombría. En el primero de todos, una mujer trata de sanar los espíritus de un suburbio de Buenos Aires.

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En otro, una pareja visita un edificio suntuoso que había sido lugar de torturas durante la dictadura, casa de verano de ricos y centro de Magisterio. En la quietud de todos estos lugares emerge la oscuridad a la que giramos la cara a base de eslóganes sofisticados y artículos de opinión. Y, como es habitual en Enriquez, también capas y capas de referencias.

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Cada uno de los relatos va precedido de un epígrafe que encapsula el tema pero también da pistas de los escritores, músicos, artistas —Mildred Burton, Cormac McCarthy, Jack Kerouac, Lydia Davis— y leyendas sobre los que Enriquez apoya su obra. ‘La desgracia en la cara’, en el que una mujer sufre la parálisis y después progresiva difuminación de su rostro, se inspira en una intervención de la artista Carmen Burguess (amiga de la escritora y a quien dedica el cuento) en las portadas de la revista de moda femenina Seventeen.

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La incertidumbre, el deterioro del cuerpo y la incapacidad de un país de enterrar sus fantasmas llevan a una convivencia espectral

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Este relato no es el único que se fija en la degradación del cuerpo, quién sabe si otro efecto pandémico.

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Mariana Enriquez siempre ha tenido especial fijación por los protagonistas adolescentes, pero ahora es también protagonista la madurez femenina: “No te lo dicen, no te lo avisan. Me enfurece. La piel se seca, la grasa se acumula en las caderas y las piernas y el vientre, la celulitis se acentúa de un día para el otro, ese pelo muerto que es la cana resulta imposible de domar”, dice la protagonista de ‘Metamorfosis’, que se implanta su propio mioma para mantener el cuerpo “bajo la piel”.

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Cuentos como este confirman que el terror siempre se aproxima oblicuamente a un momento y un lugar, y parece que hay cada vez menos diferencia entre muertos y vivos en el mundo de Enriquez. Que la incertidumbre del futuro, la desposesión del cuerpo y la incapacidad de un país de enterrar sus fantasmas llevan a cierta convivencia espectral.

Un lugar soleado para gente sombría

Mariana Enriquez
Anagrama, 2024
232 páginas. 19,90 euros

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7. Txani Rodríguez

La seca

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Una excelente novela de Txani Rodríguez que narra el regreso de una mujer de mediana edad en compañía de una madre maniática al paisaje de la provincia de Cádiz donde pasó sus veranos infantiles y que hoy se ve trastocado por un mal que aqueja a los alcornoques. Nada es igual que cuando lo dejó, incluida una ilusión amorosa tan seca como los árboles.

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‘La seca’, de Txani Rodríguez: el auténtico sur

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La nueva novela de la escritora vasca transcurre en un lugar de vacaciones con paisajes y personajes exotizados, donde las dos protagonistas, una madre y una hija, alternativamente invierten sus papeles

La autora Txani Rodríguez.Aimar Gutiérrez Bidarte (SEIX BARRAL)
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“Al auténtico sur no llega nadie / ni se viene de vacaciones. / El sur no se visita. / El sur se lleva dentro como un órgano”, escribe la poeta andaluza Isabel Pérez Montalbán. 

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El sur no es tanto un exotismo de aromas y cante jondo como la pertenencia a una clase social. De similar manera, Víctor Erice no quiso rodar el sur de la novela de Adelaida García Morales sino como un acento que dispara la imaginación. Quizá no haga falta ser tan tajante, sino tan solo trabajar un material literario lejos del cliché.

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En La seca, la nueva novela de Txani Rodríguez (Llodio, 1977), el sur es el lugar de vacaciones de las dos protagonistas, Matilde y Nuria, madre e hija que alternativamente invierten sus papeles.

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Es ahora Nuria quien siente que debe cuidar a su madre: de su vejez y de una operación, de su inconstancia infantil y de la amenaza de epidemia, la covid, que ya empieza a propagarse por el mundo.

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Por eso ambas, vecinas de Llodio, han terminado en un pueblo de interior del campo de Gibraltar, el pueblo familiar y de las vacaciones. Un territorio donde “por la mañana, en el campo, el aire parece recién enjuagado, y huele a romero, a orégano, a tomillo, a poleo”.

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Donde se trabaja en la extracción del corcho y “la imagen de esos hombres sobre las ramas es poderosa y antigua, pero está amenazada”. Y donde el padre fallecido, Guardia Civil (recuerda Nuria), “sostenía una copa de manzanilla de Sanlúcar [y] no le quitaba la vista de encima al cantaor […], sentado muy recto en su silla de enea”.

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Ella sentía que “al escuchar el cante, se puede viajar al centro mismo de los bosques [y] perder la vista en las llamas de una hoguera baja, alrededor de la cual resuenan unas voces rotas que desvelan el sentido último de la negritud de la noche”.

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El principal problema de La seca es su exotismo, que no se limita a unas descripciones archisabidas. Afecta a los propios personajes del “pueblo”, que se mueven en el peligroso filo de la imaginación turística: Montero, el amor estival de Nuria, rudo, hermoso y seductor; y su mujer, Alba, sensible poeta y mujer tranquila; y, Ezequiel, padre de Montero, que hiere la tierra con su hacha para quitarle la enfermedad.

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De la misma manera, la metáfora y el contexto trabajan en un territorio demasiado conocidoLa seca es, en primer lugar, la enfermedad que arruina los alcornoques. Pero además hay toda una trama ecológica que está a punto de terminar con la belleza del paisaje, y que le permite a la autora oponer el uso de la tierra como sustento (la visión de los del pueblo) con la imagen idílica de quien llega de vacaciones, como Nuria.

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También es evidente el paralelismo entre la seca y la pandemia. Pero además, “la seca” es, en un sentido metafórico, la propia protagonista, Nuria. Gruñona, sin la capacidad de dejar vivir a nadie a su alrededor ni de vivir ella misma. El mundo le hizo un daño que no supera.

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La seca tiene vocación de película: se narra en pequeños capítulos “visuales” a los que la literatura añade pintoresquismo sensorial. Y todo parece suceder de pronto, toda la vida de un pueblo, leyenda incluida, en apenas un mes: un suicidio, un gato asesinado, un río amenazado por la industria, la propia seca, dos niños terroríficos que anuncian desgracias, cuernos y divorcio, un nuevo amor, el fin de ese nuevo amor, ¡hasta una venganza kármica!

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Txani Rodríguez trabaja mejor cuando despeja el camino: así en la relación madre e hija, que se hubiera beneficiado de menos elementos. Pero en La seca pesan demasiadas convenciones sobre lo que deben ser una historia trepidante y un pueblo del sur.

La seca

Txani Rodríguez
Seix Barral, 2024
272 páginas, 19 euros

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8. Karina Pacheco

El año del viento

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En ‘El año del viento’ la escritora peruana Karina Pacheco narra la historia una mujer, Nina, que compartió una época feliz de su niñez con una prima, Bárbara, a la que perdió de vista en 1982 porque se enroló en Sendero Luminoso.

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Casi cuatro décadas después cree reconocerla en el Madrid de la pandemia. Una novela donde la poesía vence a la ideología.

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“El año del viento”: la crítica a la novela de Karina Pacheco sobre la violencia en el Cusco de los años 80

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“Dentro del universo de la literatura de la violencia política, esta novela de Karina Pacheco rehúye los habituales vicios de esa corriente. Su mirada es honesta, verosímil e integral”, dice el crítico de Luces, José Carlos Yrigoyen, sobre el libro editado por Planeta.

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«El año del viento» es la novela más madura de la escritora cusqueña Karina Pacheco. 
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La gente como tú solo escucha partecitas, y con esos pedacitos pretende entender cómo son las cosas, cómo es la realidad (…) y tan tranquilos se ponen a descifrar la realidad y escriben tomos olvidándose que solo conocen fragmentos. Fragmentos de relatos”. Esto sentencia uno de los personajes de “El año del viento”, reciente novela de Karina Pacheco (Cusco, 1969). La cita podría servir de poética para su obra, una de las más singulares de la narrativa peruana contemporánea.

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En efecto: los mejores libros de Pacheco -”La voluntad del molle” (2006) y “Las orillas del aire” (2017)-, son sagaces investigaciones emotivas acerca de destinos que han sido fagocitados por una memoria ambigua y sesgada. Sus protagonistas se deciden un buen día a romper el silencio cómplice que los rodea e indagan con resolución en zonas oscuras y hasta hostiles con el propósito de subvertir los relatos familiares que justificaban el machismo, el racismo y la desaparición forzada.

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“El año del viento” vuelve a trasuntar esos derroteros marcados por confrontaciones introspectivas, pesquisas engañosas y encuentros tan insólitos como iluminadores.

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Una tarde Nina, escritora cusqueña residente en Madrid, coincide en un mercado con una mujer exacta a su prima mayor Bárbara, de la que no tenía noticia desde casi cuatro décadas. Ella le responde que “Bárbara está muerta” y se niega a decirle nada más.

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El extraño incidente provoca que Nina se embarque en los recuerdos de cuando ambas vivían en el convulso Cusco de principios de los años ochenta, urbe acosada por la represión policial y la demencia de Sendero Luminoso.

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Mientras Nina disfrutaba la alegría de la niñez -su obsesión es patinar por las plazas de la ciudad-, Bárbara se involucraba con grupos radicales de izquierda. Un buen día se esfuma sin dejar señal. La versión de la familia es que viajó a Brasil para estudiar.

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Pero Nina, gracias a ciertos informantes a los que acude, descubre que la verdad sobre su paradero es mucho más compleja y estremecedora.

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Aunque “La voluntad del molle” y “Las orillas del aire”, son títulos maduros y bien construidos, podemos reprocharles en ocasiones una actitud didáctica que torna agrestes algunos pasajes, además de eventuales dificultades para otorgar fluidez a ciertos tramos cuyos problemas narrativos quedaban a medio resolver.

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Esta novela, en cambio, se presenta limpia de dichos inconvenientes. Pacheco ha consolidado una acabada soltura expresiva de la que ya había dado muestras en su excelente “Lluvia”, libro de cuentos facturado con un lirismo sobrio y sugerente que sabía dar voz al silencio y corporeidad a la incertidumbre.

Aquí esa destreza se manifiesta en diferentes recursos, como el de complementar atinadamente los hallazgos y los vacíos de la investigación con la remembranza de leyendas ancestrales enhebradas a referencias a la cultura popular (específicamente, los éxitos cinematográficos ochenteros que Nina y Bárbara consumían juntas).

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Nuestra autora sostiene a lo largo de esta ficción un flujo de resonancias míticas y vivenciales, datos históricos y testimonios por donde el lector se desliza sin obstáculos. A esto contribuye una intriga dosificada de tal manera que no permite la irrupción de tiempos muertos ni de reflexiones que pueden ser valiosas en sí mismas, pero poco útiles para el discurrir de lo contado.

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Sin embargo, el máximo logro de “El año del viento” es el inolvidable personaje de la enérgica, dulce e inteligentísima Bárbara, símbolo de una juventud inquieta que no se arredra ante la injusticia y lucha por un futuro digno contra “este puto país” desigual y cruel con los más débiles.

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Pacheco consigue infundirle una humanidad sin puntos ciegos: podemos verla, escucharla, percibir su aliento entre furioso y benefactor. En sus novelas anteriores había exhibido enjundia para construir actores femeninos creíbles y de personalidades fuertes, aunque ninguna llega a redondear la poderosa figura de esta bella muchacha inaccesible.

Dentro del universo de la literatura de la violencia política, esta novela de Karina Pacheco rehúye los habituales vicios de esa corriente: los disfuerzos del dogmatismo ideológico, la enumeración de efectistas catálogos de cadáveres, la caricatura que secciona el mundo entre héroes positivos y sádicos irremisibles. Su mirada es honesta, verosímil e integral, como las buenas ficciones que permanecen y crecen en el lector.

La ficha

Autora: Karina Pacheco

Título: “El año del viento”.

Editorial: Planeta

Año: 2021

Páginas: 357

Relación con la autora: cordial

Valoración

4 estrellas de 5 posibles

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9. César Aira

En el pensamiento

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Una bella ‘nouvelle’ de César Aira sobre los recuerdos de la niñez y del último invierno que pasó en un lugar remoto de La Pampa argentina antes de instalarse con su familia en Coronel Pringles, la ciudad que realmente figura en su «biografía oficial».

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El enigma de la desaparición de una locomotora adentra la trama en un terreno fantástico y onírico.

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Llega la semana que viene la nueva novela a las librerías, y gracias a la gentileza de Penguin Random House podemos compartir con nuestros lectores el inicio de la que, posiblemente, sea la más proustiana de las novelas de Aira, al enfocarse en la recuperación del tiempo perdido en El Pensamiento.
Los lectores de Aira conocerán ya desde hace tiempo Coronel Pringles, su pueblo de origen, pero posiblemente desconocen que, dentro de Pringles, está El Pensamiento, una pedanía en los alrededores de Pringles que, entre otras cosas, fue el referente del único libro que llegó a escribir la madre de Aira, que eligió el título de esta aldea para titularlo.
Viaje al pasado cargado del habitual ingenio de la prosa de Aira, esta novela destila una melancolía y una reconstrucción de la memoria que seduce desde el primer momento. No se pierdan este nuevo elemento de la inagotable obra de César Aira.

Hace poco empecé a ver en la memoria imágenes nuevas, distintas de las que el recuerdo me había venido trayendo desde mi pasado más lejano.

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Al principio eran figuras discontinuas, no se precisaban y no podía ubicarlas. Se empezaron a fundir unas con otras, a transparentarse unas sobre otras, a borrarse en el momento justo en que estaba por reconocerlas, como si quisieran burlarme, aun cuando era yo mismo el que las proyectaba. ¿Yo había estado ahí? Podían venir de los sueños, no me extrañaría porque ya otra vez me habían engañado.

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Pero éstas tenían un inconfundible color de realidad, y cuando al fin las reconocí pude entender por qué me habían resultado tan extrañas. Venían de lejos, de mi primera infancia en El Pensamiento. En realidad lo único extraño era que hubieran tardado tanto en llegar.

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Pero había razones para la demora. Una de ellas fue que hubo un episodio que juré mantener en secreto, y aunque fue un juego de niños, debió de hacer presión sobre el relato general, donde valen lo mismo las veras y las burlas.

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También, sobre todo, estuvo Pringles, el teatro de mis descubrimientos e invenciones, tan importante en la creación de lo que fui que me hizo decir que allí había pasado toda mi infancia. Era cierto, pero antes estuvo El Pensamiento. ¿Cómo pude olvidarlo durante tanto tiempo? Quizás lo dejé en reserva, para cuando lo hubiera contado todo y faltara lo más importante.

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Pudo haber también un desaliento previo, un temor de no poder transmitir el detalle significativo, el que se pierde en la curva de la memoria. Pero a la expresión siempre la está vigilando el desaliento, es preferible seguir adelante sin atenderlo. Voy a dejar que el fantasma que se hizo cargo de mí me tome de la mano y me lleve adonde estuve en aquel entonces.

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Tenía siete años, y era el último año que pasaríamos en El Pensamiento, donde había nacido y de donde no había salido. Por decisión de mi padre, en el verano nos mudaríamos a Pringles.

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Eso hizo que fuera un año marcado por el presentimiento y, aunque callada, la aprensión. El cambio, de un pueblo chico a una ciudad incipiente, no habría asustado a gente con más experiencia. Para nosotros era portentoso, no era un hecho más sino la suma de todos los hechos posibles en la vida de la familia. Por mi parte, me limitaba a anticipar mi obediencia, la sumisión del niño que sigue aferrado a las polleras de su mamá. Para ella no debía de ser tan fácil, aunque podría disimular sus inquietudes bajo la callada timidez, casi imperturbable, de las mujeres jóvenes de entonces.

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Nunca había salido de El Pensamiento, lo que sabía de Pringles era lo que oía de los que habían ido, complementado por el recuerdo de los que no habían vuelto y por los trabajos de su imaginación. Éstos seguramente superaban la realidad del Pringles de entonces, un pueblo grande, con unas pocas calles empedradas, envuelto en vientos polvorientos, pero, sí, con comercios, banco, iglesia, autos, todo lo que no había en El Pensamiento, y a ella se le antojaría superfluo, quizás abrumador.

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Mamá era muy joven entonces, creo que no había cumplido los veinticinco años, una cierta sumisión campesina la embellecía, una niña flor que ya era madre.

Mi padre era mucho mayor, venía de Europa, había conocido países, al llegar levantó de la nada empresas prósperas, compró campos, con el tiempo casó a sus hijas con las familias prominentes del partido y él mismo se volvió el hombre providencial del sur de la provincia, gran empleador y benefactor de la comunidad. Nunca supe por qué había elegido empezar su carrera comercial en El Pensamiento, que era como decir en medio de la nada, cuando podía haberlo hecho en una ciudad, que también se habría rendido a su empuje, y se habría ahorrado un paso.

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Pero debió de tener su lógica. Era de los que no hacen nada sin un buen motivo. Allí donde comenzó tenía un espacio fabuloso abierto a la aventura. En esas mullidas colinas tuvo las visiones de su futuro, y creo que son ésas las imágenes que recibo del pasado, invertidas como en una fábula. Algunas parecen dotadas de volumen, quiero estirar el brazo y tocar a los seres delicados que se presentan en líneas y superficies móviles.

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Quizás lo estoy haciendo realmente, pues la sombra de mi padre llega hasta mí, y me acomodo a ella, a sus contornos tan precisos. Era un gigante, es decir, un hombre hecho a la medida de un niño.

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Una vez una adivina me predijo que habría dos hombres que serían importantes para mí, que mi destino se ajustaría a ellos, mi imaginación los pintó como dos siluetas enfrentadas, y el espacio entre ellas formaba una figura amenazante. Quizás eran las dos caras de mi educación, que al invertirlo todo en su ida y vuelta hicieron que resultara tan defectuosa.

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Como sea, con mi padre no necesito poner en marcha la máquina del recuerdo, porque él es en buena medida lo que soy, en un espejo deformante. Vuelve naturalmente, sin que lo llame, por la forma que tomó mi vida. Ésa es la diferencia con mi madre, que vuelve en imágenes, en una ensoñación cercana a la invención. Me hace dudar si es influencia de mis lecturas, o deseos desplazados, o una premonición del pasado.

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Subía a darme el beso de las buenas noches, yo ya debía de haberme dormido, una de las muchachas que servían en casa me acostaba, no creo que fueran mucho más que niñas. Me manipulaba sin contemplaciones, como a los corderitos que mataban para sus cumpleaños. Yo lo encontraba natural, la dejaba hacer, entrecerraba los ojos, la cabeza floja cayendo para un lado y otro.

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Sólo abría la boca para preguntarle si mamá vendría, y me decía que no, que nunca más iba a venir porque se había muerto, y soltaba la risa, contenta con el efecto que producía. No sé si realmente lo decía, aunque no habría sido imposible, tan salvajes eran las bromas de aquellas chicas, pero quizás yo lo inventaba. En ese entonces se decía que a los niños había que asustarlos, de vez en cuando, en lo posible siempre, enseñarles lo que era el miedo.

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La oscuridad ayudaba, la dejaban crecer hasta que lo invadía todo, y yo me sentía encoger hasta el tamaño de una piedrita blanca que había visto ese día.

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Era mentira: mamá estaba ahí, sentada en el borde de la cama, y la velita todavía estaba encendida. Brillaba dentro de un cilindro de papel que ella misma había hecho para mí, con el envoltorio de las semillas que papá hacía traer de ultramar. La había hecho para filtrar la luz, decía que la llama castigaba los ojos, aun la llama minúscula de esa vela de juguete que prendía todas las noches en mi mesa de luz y era siempre una distinta.

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Papá no había visto esa invención, nunca entraba en mi cuarto, de haberlo hecho no la habría permitido, con el argumento muy atendible de que meter una vela encendida en un cartucho de papel era imprudente. Pero nunca hubo un incendio, y ese año todas las noches mamá puso una velita distinta en mi lámpara privada que me protegía la vista.

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Nunca encontraba una buena excusa para quedarse un rato más conmigo. No tenía cuentos que contarme, no debía de saber ninguno, y yo no se los pedía porque no sabía que había cuentos.

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Era tanto lo que ignorábamos en nuestra vida de reclusos del campo ferroviario. Para prolongar un momento más nuestra comunión nocturna me recomendaba que fuera bueno con mis hermanitas. Yo, medio dormido o ya dormido del todo y soñando me preguntaba qué hermanitas, no acertaba a imaginármelas aunque había pasado el día jugando con ellas.

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Era nuestro encuentro a solas, mamá y yo. Desde la llegada del preceptor estábamos menos tiempo a solas, y ella debía de creer que la educación me estaba volviendo distinto, que había adoptado otra velocidad de crecimiento, pronto sabría más del mundo y me iría, me atrevería a lo desconocido.

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Quizás era eso lo que buscaba en la palma de mi mano, la leía como una gitana, inclinaba sobre las líneas su cara de niña en la que jugaban las sombras tenues de la velita que se consumía dentro del papel encerado de las semillas. ¿Qué vería en mi futuro? Seguía las líneas con la punta del dedo, lo apoyaba en el centro y decía que ahí había estado la herida de Nuestro Señor, y terminaba besando ese sitio, lo mojaba con sus lágrimas, yo sentía que se abría la herida, que era el camino del sueño.

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Yo tampoco había salido de El Pensamiento, en realidad casi nadie lo hacía, salvo mi padre. Él sí, se iba en su gran Packard negro rugiendo y levantando polvaredas nunca vistas. Era el único auto en el pueblo, y no había muchos que se atrevieran a subir. Lo hacían con temblor los hombres que papá contrataba y llevaba o traía, en su red creciente de fondas y almacenes. Empezó a ir cada vez con más frecuencia a Pringles, preparando la gran mudanza.

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Mamá nunca se había atrevido a subir y sentarse en los asientos de cuero oloroso, y sé que se habría opuesto con firmeza a que mis hermanas lo hicieran. En cuanto a mí, temía que tarde o temprano sería inevitable que obedeciera una orden de papá de acompañarlo. De cualquier modo, todos tendríamos que hacerlo cuando llegara la hora de irnos a Pringles, pero eso sería el año siguiente y parecía faltar una eternidad. Todo un invierno nos separaba de ese momento.

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Papá se movía en otra dimensión. Mejor dicho (y esto lo advierto ahora repasando las imágenes que quedaron), la dimensión gigantesca de papá volvía estampas legendarias la vida que llevábamos los demás, como si la realidad fuera sólo para él y a nosotros nos quedara el terreno de los cuentos que no sabíamos que existían.

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De esa segunda realidad mamá era el rostro visible, el emblema de una vida sin cambios. Sus padres, mis abuelos, vivían al lado; todos vivíamos unos al lado de los otros, todo era contiguo en las dos hileras en arco de casas a ambos lados de las vías, apenas si entre las casas se intercalaban las arboledas. Mamá era la del medio de tres hermanas.

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La mayor estaba casada y tenía dos hijos, mis primos, algo mayores que yo; también eran vecinos, no podían no serlo. La hermana soltera, una adolescente, vivía con los padres. Ésa era toda la familia, pero la relación entre parientes y entre vecinos era más o menos la misma, allí todos se conocían desde siempre, no había nuevos. A nadie se le habría ocurrido irse a vivir a El Pensamiento si no había nacido en él. Eso fue lo que hizo más extraña la aparición de papá.

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César Aira nació en Pringles el 23 de febrero de 1949.

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Publicó: Moreira, 1975; Ema, la cautiva, 1981; La luz argentina, 1983; El vestido rosa. Las ovejas, 1984; Canto castrato, 1984; Una novela china, 1987; El Bautismo, 1990; Los Fantasmas, 1991; La liebre, 1991; Copi, 1991; Nouvelles impressions du Petit Maroc, 1991; Embalse, 1992; La prueba, 1992; El volante, 1992; El llanto, 1992; Cómo me hice monja, 1993; Madre e Hijo, 1993; La guerra de los gimnasios, 1993; Diario de la Hepatitis, 1993; La costurera y el viento, 1994; Los misterios de Rosario, 1994; El infinito, 1994; La fuente, 1995; Los dos payasos, 1995; La abeja, 1996; El mensajero, 1996; La serpiente, 1997; Dante y Reina, 1997; El congreso de literatura, 1997; Duchamp en México/La Broma/Taxol, 1997; La mendiga, 1998; El sueño, 1998; La trompeta de mimbre, 1998; Las curas milagrosas del Doctor Aira, 1998; Alejandra Pizarnik, 1998; Haikus, 1999; Un episodio en la vida del pintor viajero, 2000; El juego de los mundos, 2000; La villa, 2001; Las tres fechas, 2001; Un sueño realizado, 2001; Cumpleaños, 2001; Alejandra Pizarnik (biografía), 2001; Diccionario de Autores Latinoamericanos, 2001; La pastilla de hormona, 2002; El mago, 2002; Fragmentos de un diario en los Alpes, 2002; Varamo, 2002; El Tilo, 2003; Mil gotas, 2003; La princesa Primavera, 2003; El Todo que surca la Nada, 2003; El cerebro musical, 2004;Yo era una chica moderna, 2004; Las noches de Flores, 2004; Edward Lear, 2004; Yo era una niña de siete años, 2005; Cómo me reí, 2005; El pequeño monje budista, 2006; Parménides, 2006; La cena, 2006; La vida nueva, 2007; Picasso, 2007; Las conversaciones, 2007; Las aventuras de Barbaverde, 2008; La confesión, 2009; El Té de Dios, 2010; Yo era una mujer casada, 2010; El divorcio, 2010; El error, 2010; El Perro, 2010; El mármol, 2011; Festival, 2011; El criminal y el dibujante, 2011; En el café, 2011; Los dos hombres, 2011; El náufrago, 2011; Entre los indios, 2012; Relatos reunidos, 2013; El ilustre mago, 2013; Actos de caridad, 2013; El testamento del Mago Tenor, 2013; Tres relatos pringlenses, 2013; Margarita (un recuerdo), 2013; Continuación de ideas diversas, 2014; Artforum, 2014; Triano, 2014; Biografía, 2014; El santo, 2015; La invención del tren fantasma, 2015; Sobre el arte contemporáneo, 2016, El cerebro musical, 2016; Una aventura, 2017;  Saltó al otro lado, 2017; Evasión y otros ensayos, 2017; Eterna juventud, 2017;  El gran misterio, 2018; Prins, 2018; Un filósofo, 2018; El presidente, 2019; Pinceladas musicales, 2019; Fulgentius, 2020; Lugones, 2020; Cuatro ensayos, 2020; El pelícano, 2020; La ola que lee, 2021; Catalogo descriptivo de la obra de Emeterio Cerro, 2021; Vilnius, 2021; Komodo, 2021; En la confitería del gas, 2021; En el Congo, 2021; Una educación defectuosa, 2022; El jardinero, el escultor y el fugitivo, 2022; El panadero, 2022; El crítico / La prosopopeya, 2022; El hornero y otros relatos, 2023; Ideas diversas, 2024; En El Pensamiento, 2024.

 

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10. Lorenzo G. Acebedo

La santa compaña

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Una excelente segunda entrega de las andanzas detectivescas de Gonzalo de Berceo en la que este llega a Santiago de Compostela en un año de jubileo y en el momento en que Simón, un clérigo que estudió con él en Palencia, se inmola ante el vaivén del botafumeiro.

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El texto es de un castellano moderno en su agilidad pese a sus medidas dosis de arcaísmos.

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El último gran misterio literario vive en un pueblo de La Rioja

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Alicia García de Francisco.- Con casi 60.00 ejemplares vendidos de ‘La taberna de Silos’ y ‘La Santa Compaña’, esta saga protagonizada por «un monje observador, descreído, enamoradizo e interesado» llamado Gonzalo de Berceo, tiene un interés más allá del puro literario y es saber quién se esconde bajo el seudónimo de su autor, Lorenzo G. Acebedo.

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Es un escritor que abandonó en su juventud los estudios teológicos por el retiro monacal y, algún tiempo después, el retiro monacal por una mujer. Y reside en un pueblo de La Rioja. Eso es todo lo que dice la editorial Tusquets en la solapa de los dos libros, publicados en 2023 y 2024.

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¿Y qué dice el autor sobre esa descripción? «Entiendo que mi vida, así de resumida, parezca una ficción. En realidad está llena de trivialidades no reseñables, como la vida de cualquiera (…). Pero lo que dice la editorial es esencialmente cierto de manera literal, aunque mucho más cierto de manera simbólica».

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Responde a un cuestionario de EFE por correo electrónico y se extiende en sus contestaciones, aunque sin dar ni un pista sobre su verdadera identidad.

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«La razón real de mi anonimato siempre la digo, pero me temo que nadie la pone porque la verdad a veces no resulta verosímil: hay un abad que ya debe de haber recibido información de mis dos novelas, y al que no me gustaría en absoluto encontrarme un día al abrir la puerta de casa», explica enigmático.

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Se adivina una sonrisa cuando niega ser una mujer. Pero asegura que durante su estancia en el monasterio se dio cuenta «de que todos sin excepción vivimos en un armario sexual, o de género».

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Y ocultar su identidad no le supuso ningún problema para que la editorial aceptara su primer libro, ‘La taberna de Silos’. «Me ha tratado con un respeto escrupuloso, y verdaderamente estoy muy agradecido, porque entiendo que no es sencillo».

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Estatua dedicada a Gonzalo de Berceo en la Fuente de los Ilustres de Logroño.

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Una ocultación de identidad que recuerda a la del caso de Elena Ferrante y su saga de ‘La amiga estupenda’, que en la segunda década del siglo XX revolucionó el mundo literario y un ejemplo para Acebedo, que califica de «insuperable» el hecho de que la italiana haya conseguido que la dejen tranquila pese a que se publicó que es una traductora.

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En su caso, pensó primero en las características del protagonista -«un monje observador, descreído, enamoradizo, interesado, con fondo ético y más bebedor de lo aconsejable»-. Y ese amor por el vino le llevó a Gonzalo de Berceo y se dio cuenta de que el poeta encajaba a la perfección con su idea para su investigador del siglo XIII.

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«A Berceo no le interesan tanto las pasiones de los santos como sus pecados, ni tanto los milagros de la Virgen como los errores de los pecadores (que él nos cuenta desde una observación minuciosa y detectivesca de sus contemporáneos)», además de tener un punto de cinismo como el que muestra su Gonzalo de Berceo ficticio que además le sirvió, mediante un anagrama, para construir su pseudónimo, Lorenzo G. Acebedo.

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Un fenómeno literario

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Con ese nombre ha creado esta saga que de momento lleva dos entregas que se desarrollan en la primera mitad del siglo XIII: ‘La taberna de Silos’, que va por la novena edición, con 40.000 ejemplares vendidos, y ‘La Santa Compaña’, que se lanzó a comienzos de junio, ya está en la segunda edición, con unas ventas de 20.000 unidades.

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«Por el material que tengo, me voy haciendo la idea de uno de esos grandes retablos medievales. Pero algo así me parece difícil de cerrar, por no decir imposible. Probablemente la saga acabará inacabada», explica.

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Dos aventuras muy bien ambientadas cuyos escenarios Acebedo ha construido a través de múltiples lecturas -especialmente de los moralistas medievales, «que contaban escandalizados los pecados de los monjes»- y en las que se ve la inspiración en ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco, algo que Acebedo reconoce con humildad.

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«Intelectualmente a Eco no le llego a los talones, pero puedo suplir esa carencia con mayor realismo (…) Eco crea maravillosas intrigas a partir de las tensiones teológicas. Yo, como Berceo (salvando la enorme distancia que me pone también a sus talones), hablo de las simples ambiciones mundanas, que, me parece, siguen siendo iguales en los conventos de hoy que en los medievales», explica.

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Dos libros que de momento no se han traducido a otros idiomas, aunque hay interés por parte de editores italianos y alemanes, y que han conseguido ser un éxito «sin autor, sin presentaciones ni eventos, sin entrevistas de radio o televisión, si poner cara al autor… ha sido una operación casi de antimarketing», reconoce el director editorial de Tusquets, Juan Cerezo.

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11. Pedro Juan Gutiérrez

Mecánica Popular

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El escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez reúne 17 sugerentes relatos en los que asoman el ron, el baile, el sexo, la alegría de la vida, pero también una nostalgia por la soledad, el abandono, la decadencia de su país o la juventud que se fue.

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Gracias a Carlitos, ‘alter ego’ del autor que aparece en varios de ellos, el texto amaga la unidad de una novela.

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El escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez habla en una entrevista a EFE en La Habana (Cuba). EFE/ Ernesto Mastrascusa

Pedro Juan Gutiérrez, escritor cubano: «Ahora tengo una visión más poética de la vida»

 
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Juan Palop |

La Habana (EFE).- El escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez explica en entrevista a EFE que se ha sacado la furia y entrado en una nueva etapa «más poética» y tranquila, algo evidente en las páginas de su nuevo libro, Mecánica Popular.

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A sus 74 años, el autor de «Trilogía sucia de La Habana» o «Animal Tropical» asegura que ha dejado atrás el cinismo, el alcohol y la rabia, y que ahora abraza el budismo, el estoicismo y, en la literatura, la poética y la psicología del personaje.

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Su última obra, recién publicada en España, es una colección de 17 cuentos cortos ambientados en la Cuba de los años 50 y 60 del siglo pasado. Estampas mínimas que sugieren más que afirman, instantáneas sin moraleja, para que el lector las complete. Y todo con un nítido componente biográfico.

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Gutiérrez encontró por casualidad unos ejemplares antiguos de la revista Mecánica popular -con la que aprendió a «leer y dibujar»-, y aquello fue «como abrir una puerta de la memoria» que acabó traduciéndose en este libro íntimo y en ocasiones hasta misterioso, que contrasta con la crudeza existencialista de las obras que le hicieron famoso en los años 90.

Pedro Juan Gutiérrez pasa a la contemplación

«Ahora tengo una visión más poética de la vida. Estoy más tranquilo. He aprendido a controlar más mi vida personal y eso se refleja en lo que escribes, en todo lo que haces», relata.

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Dice que la vida son etapas y que, a partir de los 60, ha adoptado «una filosofía de la poesía, de la contemplación, de la meditación». El contraste con su pasado, personal y literario, es evidente: «Por suerte esa etapa ya pasó», reconoce.

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El escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez habla en una entrevista a EFE, en La Habana (Cuba). EFE/ Ernesto Mastrascusa
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«Cuando escribí Trilogía sucia, El rey de La Habana, Animal Tropical, El insaciable hombre araña y Carne de perro, los cinco libros del ciclo de Centro Habana, yo tenía mucha furia dentro de mí, mucha rabia, estaba un poco agresivo, estaba muy alcoholizado también (…). Me había dedicado -como toda mi generación- a un proyecto político que se estaba hundiendo, que estaba haciendo aguas», recuerda.

Los 90 en Cuba

Los 90 en Cuba fueron dramáticos, pues la implosión del bloque socialista soviético arrastró a la isla al Período especial, una crisis sin precedentes, con grave escasez de alimentos y prolongados apagones, de la que el país nunca se recuperó totalmente.
Aquel período «brutal», dice Gutiérrez, le llevó a firmar una obra «como un macetazo en la cabeza del lector». «Esto es lo que me está pasando a mí y estoy muy defraudado, muy furioso y me siento muy engañado», resume.

Ahora es “muy diferente”, cree Gutiérrez, pese a que Cuba se encuentra de nuevo en una situación «totalmente catastrófica», plagada de incertidumbre y sin «soluciones a corto plazo ni a mediano plazo».

«Ahora hay un programa de vida en Cuba que si tienes dinero prácticamente no tienes problemas. Pero si no tienes dinero, te jodiste», compara.

Irresponsabilidad

Pese a los cambios, continúa, él siempre ha apostado por la «democracia poética», un concepto que condensa como «esa vocación de hacer lo que me diera la gana y olvidarme de las normas establecidas».

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El escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez habla en una entrevista a EFE, en La Habana (Cuba).EFE/ Ernesto Mastrascusa
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«Yo siempre llevaba la vida con democracia poética. Vivir individualmente, con cierto sentido de irresponsabilidad. Yo creo que un artista, que un escritor, debe ser un poco irresponsable con la vida material, con la vida cotidiana, con la vida diaria. Solo eso te da una libertad de creación total, lo más amplia posible», razona.

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Desde su atalaya, dice estar «extraordinariamente agradecido» con la «intensa» vida que le ha tocado vivir, pese a no haber sido siempre fácil.

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«La vida en Cuba ha sido una gran aventura, aventura a veces terrible, pero también es un reto. La vida mía -no estoy juzgando a mi generación ni estoy hablando en general- ha sido un reto continuo. Porque han sido situaciones tan difíciles que la vida se convierte en un desafío constantemente», reflexiona.

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Sobre proyectos futuros, el escritor no se siente con fuerzas para imponerse una nueva novela. Sí que tiene entre manos una suerte de memorias, pero confeccionadas no de forma cronológica -pues ya lo intentó en la pandemia y le resultó un «ladrillo»-, sino en forma de «cápsulas» que puedan tener «interés».

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  1. Mónica Ojeda

    Chamanes eléctricos en la fiesta del sol

 

En esta original novela, la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda narra el viaje que hacen dos amigas de 18 años, dejando atrás la urbe portuaria donde viven y unos hogares problemáticos para asistir a una macrofiesta, retrofuturista y «tras» ancestral que se celebra en la cordillera andina recurriendo a la cetrería.

Por Óscar Beltrán de Otálora

Novela negra

  1. Margot Douaihy

    La señal de la cruz

 

Nueva Orleans, otra vez. Una monja -lesbiana, ex-punki, tatuada, descarada- debe resolver los ataques de un pirómano a su convento. El personaje de esa religiosa -Sor Holiday- es inolvidable, así como la sabiduría de la autora para que escuchemos respirar a una ciudad y sus fantamas. Leer la primera novela de Douaihy es como encontrar un tesoro.

  1. Tim Gautreaux

    Desaparecidos

 

Una niña desaparece en 1920 en Nueva Orleans y un hombre atormentado, veterano de la IWW y músico aficionado, intenta encontrarla en el Misisipi. Hay barcos de vapor, pueblos perdidos, jazz, violencia y redención. La historia es una mezcla sublime de Mark Twain, Elmore Leonard y ‘True Detective’. Magistral y conmovedora.

  1. Peru Cámara

    Cordelia

 

Peru Cámara ya demostró con su primera novela, ‘Galerna’, que sabía crear ambientes inquietantres con el viento y el frío. En ‘Cordelia’, con el trasfondo de un crimen en el helado santuario de San Miguel de Aralar , vuelve a hacerlo. Sus historias son complejas y resultan muy adictivas. Es un gran libro para devorarlo mientras se ve nevar desde la ventana.

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