La obra de Ramiro Pinilla es una de las más interesantes y coloridas de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. El escritor nacido en Bilbao en 1923, emergió en la escena literaria al ganar el Premio Nadal y el Premio de la Crítica con su obra Las ciegas hormigas y alcanzó la final del Premio Planeta en 1971 con Seno.
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Después de este prometedor comienzo, optó por publicar en editoriales de menor envergadura durante más de tres décadas. Sin embargo, no fue sino hasta la publicación de su trilogía Verdes valles, colinas rojas, en 2004 y 2005, compuesta por La tierra convulsa, Los cuerpos desnudos, y Las cenizas del hierro, que se ganó un lugar destacado en lo más alto de las letras españolas, cosechando el Premio Euskadi, el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa.
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Posteriormente, continuó su carrera literaria con títulos como La higuera, Antonio B. el Ruso, Ciudadano de tercera, y Aquella edad inolvidable (que le valió otro Premio Euskadi). En 2009, dio inicio a una serie de novelas policiacas compuesta por Sólo un muerto más, El cementerio vacío, y Cadáveres en la playa. Ahora, en el centenario de su nacimiento, el grupo Planeta, a través de su sello Tusquets, ha decidido publicar una novela inédita del escritor español, fallecido en 2014: El hombre de la guerra, una obra que Pinilla dejó preparada para su publicación, un regalo literario que conmemora su legado.
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Escrita entre 1972 y 1974, la novela nos conduce al encuentro de Urko Pínaga, que regresa del exilio tras 36 años para asistir al entierro de su tía Flora en la casa de Getxo, el municipio español de la provincia de Vizcaya. Su tía fue la última persona con la que vivió antes de marcharse a Inglaterra, y al regreso se encuentra con un Getxo completamente distinto al que recuerda, con una casa, la de la tía, que ahora es, más que nunca, un lugar misterioso.
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La obra nos adentra en una trama policiaca que gira en torno a la carta desesperada de la tía Flora, quien le suplica a Urko que regrese a tiempo para evitar que la casa sea demolida por las autoridades. El contraste entre lo que Flora le contaba por carta y lo que Urko se encuentra alimenta las sospechas en torno a una mujer a la que en realidad el protagonista quizá desconocía por completo.
Un relato épico marcado por la guerra
Uno de los temas centrales que recorren la novela es la huella imborrable que la Guerra Civil dejó en la vida de los personajes. Urko regresa a una tierra que sigue atormentada por la sombra de la guerra y la derrota. Su instinto lo lleva a investigar lo que yace bajo las paredes de ese lugar, revelando una historia de amor y un crimen monstruoso que ha estado oculto durante mucho tiempo.
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Ramiro Pinilla, con su estilo faulkneriano, crea un mundo literario completo que refleja la realidad social y geográfica de los personajes y su entorno. Sus retratos psicológicos son excepcionales, y sus diálogos esclarecedores. Sus frases precisas sumergen al lector en un mundo donde la historia trasciende las páginas y se convierte en una parte viva de quien la lee.
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A pesar de su éxito literario, Pinilla, a menudo comparado con autores como William Faulkner y Gabriel García Márquez, vivió y escribió al margen de los círculos culturales y comerciales, lo que contribuyó a que fuera un autor en gran parte invisible. Sin embargo, la publicación de El hombre de la guerra se presta para reconocerlo ahora como uno de los grandes escritores de la literatura española.
Así empieza “El hombre de la guerra”
Urko Pínaga tuvo la penosa impresión de que acababan de abrirle una casa con muerto. El presentimiento no arrancó sólo de la bocanada de silencio espeso que brotó del interior. Pensó que era lo menos que podía esperar de aquel mundo acabado que pisaba por primera vez desde la guerra.
Al dar su nombre, la mujer de la puerta se puso a profundizar en los parentescos de la familia. Urko advirtió el potente esfuerzo de sus cejas por situarlo en la estirpe de los Pínaga.
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—Soy el sobrino de Inglaterra —la ayudó.
La mujer tenía un aspecto roqueño. La tonta sonrisa que cruzó su rostro fue arrasada por el aire de luto con que apareció en el umbral. Por unos instantes Urko se deleitó con sus rasgos del inconfundible grupo biológico de Getxo. La mujer se apartó para dejarle pasar.
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—De modo que es el sobrino de Flora —bisbiseó—. Siempre creí que Inglaterra estaba más lejos.
Urko dejó la maleta en el suelo y la miró sin comprender.
—Yo no sabía nada —dijo. Y se sorprendió preguntando roncamente—: ¿Cuándo ha muerto la tía?
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—Hace siete horas. —La mujer ahogó la respiración—. ¿Cómo sabe que se trata de ella?
Urko recibió la noticia sin el menor asombro. Dejó atrás los ojos que le contemplaban con terror y la voz que exclamó sordamente: «Después de más de treinta años llega justo cuando…». Avanzó por el largo pasillo orientándose por los recuerdos de infancia. Tuvo la impresión de que la casa se había reducido. Sin detenerse acarició el maldito arcón de roble tallado que entorpeciera sus carreras en bicicleta. Un instante después le pareció que flotaba en el vacío. Se detuvo para analizar la impresión. Intuyendo la causa, golpeó la tarima con el zapato y sacó un ruido a hueco enteramente nuevo. Así supo que la penumbra del pasillo no contenía los muebles y cachivaches de otra época. Urko quedó conmovido por la precisión de sus recuerdos.
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Del fondo del pasillo arrancaba la escalera interior, y a su derecha estaba el dormitorio de la tía Flora. La seguridad con que se movía parecía indicar que vivió allí la víspera. Sin más muebles que la cama y un banco, con las paredes lavadas de cuadros y cortinas, la habitación ofrecía un aspecto árido. La figura de la anciana ocupando en el lecho el punto exacto de los muertos, la tuvo por la conclusión natural de la historia de Mallatu.
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Notó en su piel la atención de las mujeres que hacían la vela alineadas contra la pared. No dejó traslucir ninguna sensación, en parte por desaliento y en parte por no darles gusto. De una ojeada meticulosa a la estancia Urko recuperó todo el pasado. El viaje de su mirada acabó en la tía Flora. Los cuatro velones encendidos formaban a su alrededor un rectángulo perfecto, sacando a su rostro palpitaciones blancas. Urko se había confiado en exceso y el choque contra la realidad de aquella carne de mármol le metió una piedra en la garganta. El peor momento lo pasó al advertir la semejanza de aquella expresión con la de su propia madre.
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—No te esperábamos hasta mañana, Urko.
La frase lo sacó de su abstracción, destacándose en la penumbra descubrió a su lado un bulto de mujer.
—Soy Regina —susurró la misma voz.
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Ahora le correspondió a Urko tratar de situar aquel nombre en la familia. Pensó en la posibilidad de que fuera una simple vecina.
—Muchas gracias por acompañar a mi tía —aventuró.
Sintió que le cogían de la mano y lo sacaban del cuarto. Salvó medio corredor conducido como un niño. Allí seguía la mujer que le abrió la puerta, inmóvil junto a la maleta. La oscuridad del interior volvía los objetos poco convincentes. Urko llegó a perder la pista de sus recuerdos de infancia y no supo en qué cuarto lo metían. Una firme presión en el hombro lo dejó sentado en una butaca. Luego la estancia tembló bajo la luz tenue de la lámpara de mesa y Urko vio sentada frente a él a una sonriente muchacha de treinta años.
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—Mamá me llamaba Reina.
Urko recorrió la frase letra por letra hasta ponerla de pie. «Claro, Regina», pensó.
—De modo que somos primos —dijo.
—A veces, las familias deben recurrir a los velorios para conocerse.
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Urko apreció en ella la cordialidad natural de las gentes de su tierra, aunque no dejó de advertir que el tono de ironía de su frase era más bien forzado. No acertó a descifrar en qué se basó para creer que en realidad estaba asustada. «Es natural», pensó enseguida, admirando su ánimo. Gastó un rato en tratar de encubrir su desaliento a fin de acomodarse a la anacrónica vitalidad de aquel miembro de los Pínaga. En la culminación del esfuerzo recordó abruptamente que Regina no llevaba la sangre de la familia. Urko metió en el cuerpo un suspiro que se fundió con la derrota de sus huesos. Se levantó y fue a disimular su depresión junto a los cristales de una ventana. Durante un par de minutos ella respetó su silencio.
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—Es el fin —pronunció luego la muchacha.
Urko se volvió al sentirla a su lado. Le pareció una mujercita tierna, de ojos vulnerables. En ese momento descubrió que era detrás de esos ojos donde se agazapaba el miedo. Vestía con el desaliño propio de las personas que tienen vida interior. Urko observó que su mirada se dirigía desde el principio al otro lado de los cristales. «Es el fin», le oyó murmurar por segunda vez. Entonces, a la luz de las siete de la tarde, vio la excavadora detrás de la tapia del jardín.
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—¿Qué espera ahí ese monstruo? —preguntó. Comprendió con una sacudida que ya conocía la respuesta.
—Mamá acaba de morir —dijo Regina—. Y pronto, Mallatu también desaparecerá.
Urko presintió que aquello ultimaba la consumación. Se abandonó por breves instantes al gozo lacerante de saborear la precisión con que se construía la tragedia.
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—¿El Ayuntamiento? —preguntó.
—Sí, nuestra casa obstaculiza la nueva urbanización.
—La tía Flora no lo verá.
Urko miró a la muchacha.
—¿La mató este disgusto?
—¿Quién sabe de qué nos morimos? —preguntó, a su vez, Regina—. Mamá sufrió esta madrugada una perforación de intestino. Ha muerto en la mesa de operaciones. Te envié el telegrama al mediodía.
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Urko giró con el primer movimiento juvenil que realizaba en mucho tiempo.
—¿Esta madrugada empezó todo? —preguntó.
—Sí.
—¿No hubo ninguna alarma anterior? ¿Nada hizo pensar que ella…?
Regina negó con la cabeza. Urko clavó en ella una mirada profunda.
—Yo no he recibido ese telegrama. Estoy aquí por la carta angustiosa que hace unos días me escribió la tía Flora.
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