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El escritor neoyorquino, autor de la trilogía formada por ‘El poder del perro’, ‘El Cártel’ y ‘La frontera’, recogerá el galardón en Barcelona el 10 de febrero
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Madrid
En los silencios de Don Winslow (Nueva York, 1953) aún se escuchan las historias de marineros con las que creció. Cuenta que entendió que quería ser escritor debajo de una mesa, escuchando las batallas de aquellos hombres rudos y borrachos, pero que tardó cuarenta años en conseguirlo: antes se dedicó a exprimir la vida y el mapa, consciente de que la verdad solo existe en la experiencia, y de que el mar es una puerta y una tormenta y a veces el naufragio es un precio que hay que estar dispuesto a pagar. Ahora, después de convertirse en el rey de la ‘narcoliteratura’ y vivir en la cima durante un tiempo, asegura que no va a volver a escribir.
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—¿De verdad ha dejado la escritura?
—Sí.
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—¿Por qué?
—Por un par de motivos. Por un lado ya he contado las historias que quería contar. He tardado tres décadas en escribir esta última trilogía [la saga Danny Ryan, de la que el año que viene se publica la tercera entrega].
Es el trabajo de una vida entera. Así que terminarla era como el final de algo. Y, por otro lado, he estado cada vez más ocupado con mi trabajo en el frente político, al que dedico mucho tiempo y energía. Siento que eso es mucho más urgente ahora que una nueva novela de Don Winslow.
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Don Winslow, el gran cronista del narcotráfico, premio Carvalho 2022
DAVID MORÁN
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El escritor neoyorquino, autor de la trilogía formada por ‘El poder del perro’, ‘El Cártel’ y ‘La frontera’, recogerá el galardón en Barcelona el 10 de febrero
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—¿La literatura es incompatible con el activismo político?
—No es que sea incompatible necesariamente, pero la novela no se presta bien a lo que busco ahora: todo lo que sucede en la actualidad necesita una respuesta rápida, en un día, a veces en una hora. Yo empiezo el día leyendo cinco periódicos distintos, y no dejo de leer las noticias que saltan a lo largo de la jornada. Escribir un libro es un proceso gigantesco, una cuestión de años. Es otra cosa. Otro ritmo.
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—¿Qué causa política consume su tiempo?
—Muy sencillo: derrotar a Donald Trump. Tengo otras preocupaciones, pero creo que en estos momentos la democracia está bajo amenaza, es algo que llevo repitiendo desde 2014, por lo menos. Y hay que librar la lucha donde la lucha está: en las redes sociales, en la comunicación.
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—Otra de sus batallas es la legalización de las drogas como forma de acabar con la violencia que generan. ¿Qué opina de la crisis del fentanilo que vive Estados Unidos?
—La crisis del fentanilo se da porque ya había un gran mercado de opiáceos, creado en gran parte por las grandes farmacéuticas: es una vieja historia que no hace falta repetir. El caso es que los cárteles mexicanos se dieron cuenta de que podían rebajar el precio y aumentar la potencia de los opiáceos. Primero, en forma heroína y, después, con el fentanilo, una droga sintética cincuenta veces más fuerte que la morfina y que ya ha causado más de un millón de muertes en Estados Unidos desde 1999. La respuesta a eso no puede ser la criminalización: todas las tragedias han ocurrido mientras las drogas, mientras estas drogas, eran ilegales.
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Lo que se necesita es una solución en tres frentes: primero, la educación, porque lo que está pasando es que mucha gente toma drogas y no sabe lo que está consumiendo; segundo, la reducción de los daños, ofreciendo antídotos como el Narcan para la sobredosis, las ambulancias deberían estar equipadas con eso; tercero, el tratamiento, hay que tratar a la gente, no simplemente mandarla a la cárcel. Por cierto: una evidencia que demuestra que la guerra contra las drogas no funciona es que la cárcel es el sitio donde más fácil es conseguirlas.
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—La vocación literaria le viene de familia y por partida doble, ¿no?
—Mi madre era bibliotecaria, así que crecí rodeado de libros, sí. Y mi padre era un marinero que se fue con diecisiete años a la Segunda Guerra Mundial y sobrevivió a los horrores del Pacífico. Todo lo que quería hacer era navegar y leer, y lo hizo durante toda su vida. Recuerdo que él invitaba a casa a sus amigos de la Marina, que no paraban de beber.
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Yo me escondía debajo de la mesa, y por supuesto ellos lo sabían y eran conscientes, pero hacían como que no estaba allí. Pasé noches y noches a los pies de algunos de los mejores contadores de historias de todos los tiempos, y sus relatos no dejaban de mejorar con los años: cada vez las batallas eran más grandes, y las mujeres más bellas, y ellos más fuertes. Creo que fue ahí donde descubrí que no había vida mejor que la del contador de historias. Que esa tenía que ser la mejor vida de todas. Tardé unos cuarenta años en constatarlo. Pero aquí estoy.
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—¿Y ha sido tan buena esa vida?
—Sí, sin duda. He hecho lo que más me gusta hacer, y me siento afortunado. Sé que hay miles de personas con mi talento o mejores que yo que no pueden hacerlo. Esto es un privilegio.
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—Como Dashiell Hammett, usted fue detective privado antes que escritor. ¿Le ha influido?
—Sí, pero no tanto en el tema como en la investigación. Muchas de las técnicas que yo utilizaba a la hora de investigar un caso tenían que ver con la documentación, con los papeles, con entrevistar a testigos, con absorber toda esa información, y esas son las mismas técnicas que requiere la novela. Pero por lo demás, creo que solo he utilizado una historia real de mi pasado en la ficción. El resto ha sido inventiva.
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—La saga Danny Ryan bebe de la literatura homérica, que es una literatura nacida del mar, como las historias de los amigos de su padre. ¿Todas las grandes historias vienen del mar?
—Eso creo. Yo vivo al lado del océano, lo veo todos los días. No es casualidad que ‘Ciudad en llamas’ empiece en una orilla. El noventa por ciento de la ‘Ilíada’ sucede en la playa, y el noventa por ciento de la ‘Odisea’ sucede en el mar: son historias marcadas por la marea, por la deriva, por el viento que te lleva a islas peligrosas, desiertas. Y también por los naufragios. Todo eso está en los clásicos, pero también en mi propia vida.
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—¿Ah sí?
—Tenía treinta y nueve años cuando publiqué mi primera novela. Y yo me había ido de casa a los diecisiete… Fueron más de veinte años a la deriva, dejándome llevar por el viento, naufragando. Me identifico mucho con eso. No sé, creo que para los escritores hay algo que tiene el mar que te atrapa. Es la frontera última, pero también un lugar donde empezar, donde las posibilidades son infinitas. A veces estoy en la tabla de surf, remando, y llego hasta las boyas, donde se supone que está el límite, y siempre pienso: ¿qué pasaría si…? Supongo que la muerte será ese dejarse ir más allá. Remar hasta el límite, soltarte la correa y dejarte llevar.
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—¿Mejor acabar en el fondo del mar que bajo tierra?
—Sí, sí. No quiero ponerme demasiado romántico, pero siempre he sentido en el océano es donde estoy más cómodo. Cuando murió mi padre fui al mar, cuando murió mi madre fui al mar. Es algo difícil de explicar…
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—¿Qué pasó en esos veinte años desde que se fue de casa hasta que se convirtió en novelista?
—La pregunta sería qué no pasó. Fui a la Midwest University. Me mandaron a Sudáfrica durante los días de batalla del apartheid: las guerras en Zimbabue, en Mozambique, en Angola. Volví de aquello y no estaba en mi mejor momento.
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Terminé la universidad, me mudé a Nueva York para hacerme escritor bueno, es decir, para convertirme en un autor fracasado. En pobre, vaya. Regenté un cine, trabajé en una agencia de detectives en el momento en el que Nueva York era una ciudad dura, llena de violencia, crimen y drogas. Me dedicaba a hacer la calle. Uno de mis cometidos era intentar que me atracaran, era un cebo [y ríe]. También combatía a los proxenetas…
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Luego dejé eso y me volví a África como guía de safari [vuelve a reír]. Fueron cinco años. De ahí pasé a China, me casé, pero estábamos viviendo en tiendas de campaña, así que decidimos volver. Me dediqué otra vez a la investigación privada, aunque a más alto nivel: homicidios, crímenes… Ese tipo de cosas. Y mientras tanto escribía.
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—No está mal… Ha dicho varias veces que a estas alturas de la vida, después de todo lo que ha visto, la violencia ya no le sacude tanto.
—Ojalá fuera así. No quiero ponerme dramático, pero después de estar veintitrés años investigando el mundo de las drogas he visto demasiadas cosas que no hubiera querido ver, pero no las puedo olvidar. Creo que para este trabajo hay que desarrollar una especie de mecanismo de defensa. Y a veces funciona, pero de pronto descubres un caso de abusos sexuales a menores y te derrumbas. Además, esa armadura se resquebraja con los años. Recuerdo volver a casa y que mi mujer me preguntara: ¿qué has hecho hoy, cariño? Y muchas veces no podía ni decírselo, o no quería, porque no quería meter ese dolor en casa. Eso te aísla mucho…
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La mayor causa de muerte entre oficiales de policía retirados es el suicidio. No es por nada. A mí me gustaría hacerme el macho y decir que soy un tipo duro, pero en el fondo soy como un bizcocho.
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—En ‘Ciudad se sueños’, escribe: «La guerra no termina nunca. Viene y va, como la marea». Pero ahora parece que la tenemos más cerca.
—Es la historia más antigua del mundo. La humanidad nunca ha dejado de guerrear. No creo que vaya a desaparecer nunca.
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—¿Sigue leyendo como antes?
—Sí, probablemente más. Cuando escribía, el noventa por ciento de mi lectura era para investigar. Apenas tenía tiempo libre para leer por placer: ahora sí, ahora leo mucho. Es lo que más disfruto.
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—¿Es peor la realidad que la ficción? ¿Es más cruel?
—La realidad, por supuesto. Pero porque lo real duele más. Yo he escrito muchas novelas con escenas brutales, violentísimas. En todos esos libros no hay una sola escena de violencia que no haya ocurrido de verdad así. Me planteé muchas veces si suavizarlas, si ahorrarle algo de horror al lector. También tenía miedo de cruzar la línea y hacer pornografía de la violencia. Y creo que alguna vez crucé ese límite…
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—¿Cómo se maneja qué se cuenta y qué no se cuenta de esa violencia?
—Aún hoy no tengo claro si tomé las decisiones correctas. Hay cosas que sabía que no tenía que escribir porque eran demasiado terroríficas. Y a medida que mi carrera avanzaba empecé a tratarlo de manera diferente: cada vez más dejaba de enseñar el incidente concreto de la violencia para mostrar cómo la gente se sentía después: los funerales, por ejemplo, o el luto.
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Porque la reacción a la violencia puede tener un impacto mayor que la violencia misma. Porque la sobreexposición insensibiliza, inmuniza al dolor. Es uno de nuestros grandes peligros morales. En 2010 la gente en Juárez iba pisando cadáveres por la calle.
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—El jurado del premio José Luis Sampedro ha destacado el compromiso social de sus historias, que ponen el foco en lugares incómodos. ¿Escribe con esa intención?
—Cuando empecé a escribir ficción policíaca no tenía eso en mente, para nada: solo quería escribir entretenimiento. Pero el 19 de septiembre de 1998 me levanté por la mañana y leí la noticia del asesinato de una veintena de niños en México. No podía llegar a comprender cómo podía haber pasado una cosa así.
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Y, sin embargo, unos años más tarde eso ya no era ni noticia por el nivel de violencia en el que estábamos… El caso es que empecé a investigarlo. No tenía la intención de escribirlo, pero cuanto más descubría más me cabreaba. Y seis años después eso acabó siendo ‘El poder del perro’. Fue muy duro. Me dije que no quería volver a investigar el cártel mexicano. Pero el nivel de sadismo subió tanto que sentía que el público norteamericano y europeo tenía que mirar ahí. Ese fue el origen de ‘El cartel’. Y ya no he vuelto a hacerlo.
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